Oía cantar al
ruiseñor mientras restregaba sobre la losa el lamparón de aceite del delantal
de la abuela. Pero ni los dulces trinos conocidos ni las crueles listezas de la
señora Angustias, eran suficientes para apartar de mi pensamiento a Morse.
Aquella mañana
cuando había encontrado la amapola y la nota con un escueto “Feliz cumpleaños”,
había sentido lo mismo que la noche anterior cuando llegó del campamento y fue
a verme. No supe qué decirle, ni me atreví a abrazarle. ¡Estaba tan distinto!
Un poco más alto, muy moreno, con el pelo largo, y no me pareció bonito sino
guapo. Y sus ojos... sus ojos brillaban tanto al mirarme que no me dejaron
decirle ni hola.
Hubiera jurado que
tenía mariposas en el estómago si no hubiese cenado pollo.
-¿Vamos a dar una
vuelta y me cuentas lo que has hecho este verano? -preguntó.
La abuela que estaba
sentada junto a mí en la puerta de la casa con sus manos cruzadas sobre la
panza, me miró con un ojo cerrado y dijo que era hora de dormir. Mas en ese
momento llegó corriendo la señora Felisa gritando que su hija se había puesto
de parto y no encontraba al médico. Mi abuela se levantó de un salto dispuesta
a acompañarla en sus correrías, y yo me fui con Morse.
Paseábamos como dos
amigos desconocidos por la orilla del río.
A veces nos mirábamos y sonreíamos, o tirábamos piedras a
la noche.
Risas nerviosas,
empujones precipitados, carreras inconclusas, y una luna sin voz.
Cuando me cogió de
la mano y deseé que no me soltara nunca, le di un beso en la mejilla de buenas
noches y regresé a casa.
La abuela no había
vuelto aún. Subí las escaleras camino de mi habitación, pero sin saber por qué
encendí una bombilla y entré en su cuarto.
La ventana estaba
abierta y los raídos visillos blancos ondeaban sobre una brisa que espiaba
intimidades. Me dirigí hacia el ajado armario, dejando a un lado la enorme cama
de hierro que ocupaba casi toda la estancia, y lo abrí buscando el espejo que
había tras su puerta.
Me observé en él
largamente.
Sin moverme.
Mi pelo era tan rojo
como una solitaria y sucia teja. El pichi verde dejaba al descubierto unas
huesudas rodillas, los largos y morenos brazos caían olvidados a su lado, y
para colmo, el insulso vestido señalaba sin disimulo la forma redonda y alta de
unas montañas de reciente invención.
¿Cómo podría
gustarle a alguien alguna vez?
Hacía días que la
abuela se había empeñado en comprarme un sujetador en Sigüenza, decía que las domingas tenían que ir bien quietas. Y
esa discreta jaula que me obligaba a poner encarcelando mi pecho era la
culpable de que Morse me hubiese mirado así. Sólo ella. Me desabroché el pichi
y solté la aplastante prisión.
Miré de nuevo hacia el espejo.
Continué mirándome
con una curiosidad desconocida mientras el vestido caía al suelo.
Oí voces que decían
que había sido niño. Recogí el pichi verde, apagué la bombilla y me dirigí a mi
habitación intentando comprender la visión de aquel cuerpo que ocupaba el mío
propio.
Dos semanas después
empezamos a ir a casa de doña Asunción. No había visto a Morse desde la noche
en la que fue a buscarme, decían que se había tenido que ir unos días a
Cifuentes a ayudar a su tío Israel, y aquel día, cuando le encontré sentado en
su pupitre bostezando sin remilgos y con el pelo mal cortado a tazón, corrí a
abrazarle como si no le hubiera visto en todo el verano.
En cuanto acabó la
copiosa charla de la maestra, le acompañé a su casa a recoger las tortas de la
señora Angustias. Por el camino nos íbamos robando las palabras, queríamos
sentir el verano del otro. Con las tortas de avena ya en la mano dije que tenía
que devolverle la bici...
-Vale, tráela luego
que tengo ganas de subir a las Hoces.
-¿Puedo ir contigo?
-Pues claro, pero
¿desde cuándo necesitas pedirme permiso?-preguntó mirándome con los mismos ojos
que cuando vino del campamento.
-Desde... Ah no
nunca, venga, claro, pues, luego... Luego vengo.
Volví la cabeza
mientras me alejaba y le vi salir sonriendo de la tienda. Comencé a pisar con
furia la sufriente cuesta que llevaba a casa de la abuela mientras decidía que
aquella tarde no me pondría el sujetador. “Me hace sentir boba ésta prisión, me
aprieta los nervios y llama demasiado la inclinación de la mirada”.
Cuando horas más
tarde llegamos a lo alto del cañón, nos tuvimos que refugiar bajo la sombra de
un chopo enano. El sol picaba en exceso. Me sentía mareada y lo achaqué a que
estaba sudando. No habíamos dejado de hablar desde que nos encontramos después
de comer. Le hablé de los libros que había leído, pero sobre todo le hablé de
la poesía de Lorca y de aquella tarde en la que escuché al viento por primera
vez. Luego Morse me contó cómo se había sentido siendo profesor, y me hizo una
propuesta increíble...
-Merche, ¿te
encuentras bien? -dijo poniendo su mano en mi frente- ¡Estás muy pálida!
-Estoy algo
mareada... pero ya se me está pasando.
-¿Seguro?
Moví afirmativamente
la cabeza, y él preguntó si me gustaría aprender el código morse. Le miré con
sorpresa, ¡no podía estar hablando en serio!, el código era la sangre de su
familia, su secreto, ¡y lo quería compartir conmigo! Acepté entusiasmada y
aquella misma tarde empezó a hablarme de puntos y líneas, de sonidos acústicos
tan breves y rápidos que me pareció imposible que alguien pudiera comunicarse
así.
Mientras volvíamos
al pueblo, caminando a ambos lado de la bicicleta que Morse guiaba con una mano
a la vez que con la otra sujetaba los libros sobre el sillín, yo anotaba en mi cuaderno las vocales del
código morse:
A: punto y línea; E: punto; I: dos puntos; O:
tres líneas; U: dos puntos y una línea.
Al despedirnos me
volvió a preguntar si me encontraba bien. Respondiéndole ¡qué sí, pesado! entré
en casa. Estaba tan mareada que tuve que mirar dos veces lo que la abuela
agitaba con una mano desde el rellano de la escalera para reconocerlo.
-¿Pero qué hace
usted con mi sujetador?
Vale que me hubiera
pillado haciendo novillos, pero...
-Que sea la última
vez -gritó- que sales de la casa con las domingas
brincando, cacho pécora. ¿Mas
oído?
Imposible no oírla
aun cuando me zumbaran de aquella forma loca los oídos.
Y no sé por qué se
acercó a mí con un vaso de agua y me ayudó a sentarme en un peldaño ordenándome
que pusiera la cabeza entre las rodillas.
El día siguiente lo
pasé en la cama, y si no llegué a sentirme mimada, sí lo hice servida. Y al
siguiente bajamos la abuela, doña Asunción y yo, en la furgoneta del panadero a
Guadalajara, al hospital Ortiz de Zarate.
Una de las monjas
salió corriendo detrás de mí por unos pasillos tan largos como blancos, cuando
oí decir que me quedaría ingresada unos días. ¡No quería! Allí no, allí olía a
inyección. Pero me alcanzaron y dejaron entre paredes, azulejos y sábanas
blancas cinco días, y al sexto volví al pueblo. Volví convertida en heroína
aunque sólo me habían pinchado dos veces.
Doña Asunción y la
abuela me dijeron que pronto empezaría a ser mujer y que la anemia había
vuelto...
-¿De dónde?
Una de ellas sonrío
con los labios apretados, mi abuela abandonó la cocina rezando por lo bajo, o
por lo menos movía los labios con cara de enfado, y regresó con una caja de
pastillas.
-El señor médico
dice que estás falta de plomo...
-De hierro,
Bernarda, de hierro - corrigió la maestra.
-Y que tendrás que
tomar pastillas tó la vida.
Miré con tanto susto
la caja que me tendía la abuela que se me olvidó decirles que hacía dos días
que había empezado a sangrar por abajo, y que según me explicó una monja al
darme unos paños blancos para que no manchara las bragas, esa sangre me vendría
una vez al mes durante treinta años.
Además de heroína me
sentía enferma, ¡y si encima tenía que empezar a ser mujer!
Un mes después
mientras disimulaba un horrible dolor de tripa que me hacía sangrar de nuevo,
doña Asunción nos leía poesías de Bécquer en la amplia habitación de su casa
que hacía de escuela. Miraba por la ventana las hojas del moral bailar con el
viento, y recordaba con envidia mi propia lectura de poesía en las Hoces. No
había vuelto a ir allí desde antes de estar en el hospital, ni siquiera me
había vuelto a arrimar a Morse fuera de casa de la maestra. La abuela me lo
había prohibido...
-Y ahora te voy a
hablar en segunda persona: ten mú presente
que el Señor te enviará el peor de los castigos si te acercas a los chicos...
-¿A Morse también,
abuela?
-También.
-Pero si es mi
amigo...
-Esos son los peores
-zanjó mi abuela saliendo del casillo al mismo tiempo que el gallo corría
detrás de la gallina más ponedora...
<<Por una
mirada un mundo,
Por una sonrisa un
cielo
Por un beso...
Yo no sé que te
diera por un beso>>
Doña Asunción seguía
leyendo mientras una vaga sonrisa se perpetuaba en su cara. Yo no sabía que la
poesía de Bécquer fuera tan romántica, sus palabras eran tan hermosas que me
hacían olvidar el infierno que roía mis entrañas. Sin darme cuenta miré hacia
donde estaba Morse, me estaba mirando, y además se había contagiado de la vaga
sonrisa de la maestra, aunque para ser sincera debería reconocer que en su cara
la sonrisa de vaga no tenía nada. Volví mis ojos rápidamente hacia el moral.
Intenté volver a sentir envidia de mi lectura en las Hoces, pero me di cuenta
que yo también me había contagiado...
<<¿Qué es
poesía?
Dices mientras
clavas tu pupila azul en mi pupila,
¿Qué es poesía?
Y tú me lo
preguntas...
Poesía eres tú>>
-¡Ay!-
Juro que suspiré
hacia dentro, pero me oyeron todos.
-Bueno, ya basta por
hoy -y mirándome con cara de preocupación doña Asunción me dijo-, es mejor que
te vayas si te duele mucho... -y dirigiéndose a los demás les comunicó que yo
tenía la gripe.
“El señor te enviara
el peor de los castigos...” recordé al coger la nota que Morse me dio al pasar
junto a él cuando me iba. La oculté en mi libreta y no me atreví a leerla hasta
que estuve lejos de casa de la maestra:
‘¿Qué te pasa? ¿Por
qué dijo tu abuela que ya nunca serás mi amiga?’
Rompí con tristeza el papel.
Estaba a punto de
ponerme a llorar cuando recordé a Ana Ozores y supe que tenía que ir a
confesarme con don Cosme.
La iglesia estaba
vacía y demasiado oscura, pero me hacía sentir en paz. Me senté en un banco
buscando el perdón y sin dejar de mirar a la pila donde una vez me echaron agua
después que a mi hermana.
-Merceditas...-
El susurro del señor
cura fue un grito inesperado entre tanta quietud. Me aproximé hacia el
confesionario. Don Cosme estaba escondido allí.
-Necesito confesarme
-le dije cuando le vi.
-Muy bien, entra...
-dijo cerrando un libro negro.
Me arrodillé e
incliné hacia los agujeros por los que tenía que hablar...
-Ave María -dije
santiguándome.
-...Purísima, Merceditas –le oí decir.
-Sin pecado
concebida... –contesté rápido.
Me pareció oír a don
Cosme gruñir y me callé.
-A ver..., de qué te
quieres confesar.
-Me acuso de haber
leído el papel que me ha dado Morse.
-¿Y qué ponía en el
papel?
-Que por qué ya no
quiero ser su amiga...
-¿Y por qué no
quieres, Merceditas?
-Pues... -me parecía
raro que no lo supiera y bajé aún más la voz- ...porque el Señor me enviaría el
peor de los castigos.
-¿Quién te ha dicho
eso?
-Mi abuela. Dice que
ahora no me puedo arrimar a los chicos.
-Pero Morse es tu
amigo...
-Esos son los peores
-sentencié orgullosa por saberme la lección de la abuela.
El señor cura sólo
me mandó rezar un padrenuestro y que volviera al día siguiente. Al salir de la
iglesia me santigüé con rapidez dos veces porque le vi sonriendo con cara de
indulgencia misericordiosa y me asusté.
Don Cosme me recibió
en su despacho al día siguiente, estaba con él su sobrina, doña Asunción. Ella
me explicó que no pasaba nada por acercarme a los chicos, tampoco si me
acercaba a Morse, siempre y cuando no hiciera nada malo, ni les diera besos, ni
me dejara tocar...
-No, si a mí nunca
me ha gustado jugar a los médicos...
A la señora maestra
se le debió escapar la carcajada que me hizo mirarla con los ojos muy abiertos
porque enseguida pidió perdón, pero don Cosme dijo a la vez que se levantaba de
una silla que había puesto a mi lado, y se volvía a sentar:
-Mejor, Merceditas,
mejor...
Yo no sabía si debía
levantarme también, si debía contener la risa como la maestra, o si podía
soltar el miedo a que se chivaran de mis juegos prohibidos. Y todo por bocazas.
Pero me tranquilicé cuando siguieron diciendo que no hiciera mucho caso a la
abuela en ese tema, que ella era ya muy mayor, y había pasado mucho...
-Lo mejor es que
sigas el ejemplo de la santísima Virgen, Merceditas, hija, se pura y actúa
siempre con pulcritud y decoro -decía el señor cura mirando al cielo mientras
doña Asunción me empujaba sutilmente para que me fuera.
Una semana después,
aprovechando que la abuela pasaba la tarde cuidando el ataque de reuma de la
señora Angustias, volví a subir con Morse a las Hoces. Cuando después de lo que
para mí se asemejaba a un lustro, volví a sentarme en la roca que hacía de
mirador y dejé mis piernas colgando al vacío, el tiempo desapareció.
Ayer, hoy y mañana
eran lo mismo.
Siempre lo habían
sido.
Inspiré
profundamente y solté el aire muy despacio a la vez que cerraba los ojos. El
suave viento me envolvía, acariciaba, me devolvía la vida, a mi hermana, se
llevaba las penas...
No me hacía falta
ver a Morse, le sentía, sabía que me estaba mirando y sonreía; tampoco nos hizo
falta hablar en toda la tarde. Sólo mi mano buscó la suya. Sobraban las
palabras, al menos las que no llevaba el viento.
No sé si fue
entonces cuando el Señor me envió el peor castigo, pero cuando Morse rozó mis
labios con los suyos supe que le querría siempre.