Silencios contados a media voz. Sonrisas
quietas en labios mudos. La historia de una vida y de las vidas que acompañaron
a ésta. La historia de mis gentes, de nuestras gentes, de una guerra entre
hermanos. Historias de la historia trazadas con una pluma ágil, costumbrista,
tan experimentada y precisa como lo es la de los mejores narradores
contemporáneos. Todo eso y más es, Las palabras del viento, de María Narro. Una
obra que, sin lugar a dudas, se merece un puesto destacado en nuestra narrativa
contemporánea. Una historia que te arrancará sonrisas, lágrimas y admiración,
como suele hacerlo un trabajo preciso y lleno de magia”
Antonia J
Corrales. Escritora y Correctora
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Fue un amago de Guernica, lo has hecho de maravilla. Con esa sensibilidad
que roza el dolor sin perder la sonrisa. Sigüenza se merece un sitio en la
historia que le corresponde.
Y tú la has colocado donde se
merece...
Almudena (Madrid)

La novela...

La novela...
(cada capítulo lleva nombre de mujer)

15 sept 2015

Mercedes (10 -II)


-Lo sé, pequeña, y por eso he venido. No sé qué te habrá contado Bernarda, pero quiero que sepas mi verdad...
-No me ha contado nada, aunque sé que no quiere veros ni en pintura.
-Ya... –dijo con los labios apretados-, el rencor se puede convertir en odio si no hay comunicación. Pero, bueno, yo sí te voy a contar... cuando murió tu abuela Encarna... –decía con mis manos escondidas entre las suyas- dejé de tener la cabeza sobre los hombros, después... la enfermedad de tu hermana... y pensar que os podía perder a las dos... el alcohol me hacía olvidar y me apartó del mundo.
-¿Perder a las dos? No entiendo, abuelo.
-Es largo de explicar, mi niña –dijo apoyando la espalda en el respaldo y empezando a mirar hacia atrás-, casi al finalizar la guerra, después de que mataran a mis padres y le cortaran una pierna a mi hijo Miguel, nos fuimos a México. Allí conocí a Esteban... también se había exiliado de España, empezó a estudiar medicina y ahora es un famoso e importante médico en Suiza, nunca quiso volver... Lo que el miedo a una guerra ha unido no lo separa nadie, y aunque yo volví no perdimos el contacto. Cuando nos dijeron que Isabel tenía leucemia... –miró al suelo mordiéndose los labios- hacía un mes que había muerto mi mujer en un accidente de tráfico, conducía yo.
-No es necesario que continúe, abuelo, no quiero verle sufrir.
-Mi querida niña –dijo acariciándome la cara-, algunos recuerdos duelen... demasiado quizás, pero para olvidar o descansar hay que recordar...

Comencé a beber cuando murió Encarna... –siguió contando-, un día llegó tu padre llorando y se me pasó de golpe la borrachera. Llamé a Esteban pues ni en Madrid nos daban una esperanza para salvar a la niña y me dijo que investigaría... algo había oído que hacían en Francia. Imagínate una gota de luz entre tanta oscuridad. Fue culpa mía... agarré a todos y más a tu padre, a la posibilidad de salvar a Isabel. Vendería todo por salvar a mi nieta, la llevaría al fin del mundo si hacía falta. Esteban llamó y me habló de un transplante de médula ósea... necesitábamos un familiar donante... pero hasta entonces, en 1957, ningún transplante había tenido éxito... a no ser que el enfermo tenga un hermano gemelo... ¡Una hermana melliza!, le dije –intenté concentrarme en la cabeza tallada del bastón de mi abuelo para impedir las lágrimas-. Esteban fue sincero... ni aun así el éxito estaba asegurado en aquellos años... y había riesgos, o posibles riesgos que los correrías tú por tener anemia... ¡Fue todo una locura! –dijo llevándose las manos a la cabeza-. Tus padres y tu abuela sólo pensaban en llevaros a Francia hasta que le conté los riesgos a tu padre.
No teníamos nada seguro salvo el miedo a perderos. Dudábamos todos menos Bernarda que nunca me perdonó que mataran a tu abuelo y es más terca que una mula. Volví a beber y dejé a tu padre solo. Tu hermana cada día estaba peor... y murió antes de llevarla a Francia.

No sé cuándo había comenzado a llorar, ni como acabé abrazada a él.

Sor Dolores entró en la sala de la televisión.

-Perdón, don Zacarías, nadie me había dicho que estaba usted aquí –dijo avanzando a grandes zancadas hacia nosotros.
-No importa, hermana –contestó mi abuelo poniéndose de pie mientras se sonaba la nariz-, vine a ver a Merche... ¡Es mi nieta!
-¿Mercedes? –preguntó la madre superiora con extrañeza-, pero si Mercedes es...
-¿Una mala estudiante, hermana? –corté mirándola con preocupación.
-¿Eres mala estudiante? –me preguntó el abuelo mirando la hora-. ¡La asamblea en el ayuntamiento, maldita memoria la mía!

Se fue gruñendo después de darme un beso y decirle a la hermana que ya hablarían. Desde la puerta de la sala me recordó que me esperaba el sábado siguiente. Cuando nos quedamos a solas Sor Dolores me miró con cara de interrogación alzando las cejas. Le conté que hacía trece años que yo no veía al abuelo y que si mi abuela Bernarda se enteraba me haría volver al pueblo. “Pero Fernanda se lo dirá”, me dijo recordando el día que fue a hablar con ella.

-No, Fernanda me puso en contacto con él.

Le pedí tiempo para contarle yo misma al abuelo que en realidad trabajaba y estudiaba en el colegio que él subvencionaba.

Casi cuando empezaba la primavera un primo de Morse que vivía en Sigüenza nos invitó a ver Waterloo Brigde.
En un garaje hacían todos los sábados un pequeño cine. Un cine-club lo llamaban. Se reunían varios amigos y lo pasaban bien, además de poder gozar de cierta intimidad las parejas viendo la película.
Desde que sor Dolores había descubierto que mi abuelo era uno de los benefactores de las Ursulinas me daba toda la tarde de los sábados libre. Pasaba más tiempo con mi familia, y días como aquel podía ir con Morse al cine después de haber estado con ellos. Era lo normal a mis dieciséis años.
 
El pequeño garaje estaba bastante oscuro; lleno de parejas besándose antes de empezar la película. Pasamos sin hacer ruido entre ellos y nos colocamos en la última fila. Morse hablaba con su primo que manejaba la máquina de cine, estaba justo a su lado. Mientras, yo miraba a mi alrededor recordando la canción que más me gustaba. Bésame, bésame mucho, como si fuera ésta noche la última vez...
Se apagó la bombilla que quedaba encendida y empezó la película. Morse colocó su brazo por encima de mis hombros y al mirarle le besé. Le besé sin prisa en lo que sabía que era el principio. Cuando al protagonista –Robert Taylor- le dan por muerto en la primera guerra mundial, noté a Morse hurgando en mi espalda. En el broche de mi sujetador.

-¡Lo llevas claro! –susurré notando que su mano desaparecía de mi espalda por arte de magia-, lo digo porque el broche está roto, yo tardo una hora para poder quitármelo.

Me abrazó con tanta fuerza al olvidarse del candado roto que casi ahogó mi alma con el fuego de su boca.
Nuca volveré a amar a nadie... dijeron antes de finalizar la película. Apretó mi mano y nuestros ojos se buscaron. Anocheció mientras amanecía cuando encendieron la luz. Él era mi vida, mi universo, mi refugio.

-Creo que he dejado de quererte para empezar a amarte, Morse –le dije coqueteando con la luna mientras volvíamos a las Ursulinas.
-¡Qué cursi eres a veces... y cómo me gustas! –contestó alzándome en brazos y notando que por fin el broche se había abierto.

1 comentario:

María Narro dijo...

el reencuentro de Merche con su abuelo fue una de las cosas que más me costó escribir. Me emocioné muchísimo.
Y cómo explicar a todos los que entran en mi casa con llave... ¿qué coños hago yo llorando delante del ordenador?
Fue duro, aunque ahora me ría.