-Lo sé, pequeña, y por eso he venido. No sé qué te habrá contado
Bernarda, pero quiero que sepas mi verdad...
-No me ha contado nada, aunque sé que no quiere veros ni en pintura.
-Ya... –dijo con los labios apretados-, el rencor se puede convertir
en odio si no hay comunicación. Pero, bueno, yo sí te voy a contar... cuando
murió tu abuela Encarna... –decía con mis manos escondidas entre las suyas-
dejé de tener la cabeza sobre los hombros, después... la enfermedad de tu
hermana... y pensar que os podía perder a las dos... el alcohol me hacía
olvidar y me apartó del mundo.
-¿Perder a las dos? No entiendo, abuelo.
-Es largo de explicar, mi niña –dijo apoyando la espalda en el
respaldo y empezando a mirar hacia atrás-, casi al finalizar la guerra, después
de que mataran a mis padres y le cortaran una pierna a mi hijo Miguel, nos
fuimos a México. Allí conocí a Esteban... también se había exiliado de España,
empezó a estudiar medicina y ahora es un famoso e importante médico en Suiza,
nunca quiso volver... Lo que el miedo a una guerra ha unido no lo separa nadie,
y aunque yo volví no perdimos el contacto. Cuando nos dijeron que Isabel tenía
leucemia... –miró al suelo mordiéndose los labios- hacía un mes que había
muerto mi mujer en un accidente de tráfico, conducía yo.
-No es necesario que continúe, abuelo, no quiero verle sufrir.
-Mi querida niña –dijo acariciándome la cara-, algunos recuerdos
duelen... demasiado quizás, pero para olvidar o descansar hay que recordar...
Comencé a beber cuando murió Encarna... –siguió contando-, un día
llegó tu padre llorando y se me pasó de golpe la borrachera. Llamé a Esteban
pues ni en Madrid nos daban una esperanza para salvar a la niña y me dijo que
investigaría... algo había oído que hacían en Francia. Imagínate una gota de
luz entre tanta oscuridad. Fue culpa mía... agarré a todos y más a tu padre, a
la posibilidad de salvar a Isabel. Vendería todo por salvar a mi nieta, la
llevaría al fin del mundo si hacía falta. Esteban llamó y me habló de un
transplante de médula ósea... necesitábamos un familiar donante... pero hasta entonces,
en 1957, ningún transplante había tenido éxito... a no ser que el enfermo tenga
un hermano gemelo... ¡Una hermana melliza!, le dije –intenté concentrarme en la
cabeza tallada del bastón de mi abuelo para impedir las lágrimas-. Esteban fue
sincero... ni aun así el éxito estaba asegurado en aquellos años... y había
riesgos, o posibles riesgos que los correrías tú por tener anemia... ¡Fue todo
una locura! –dijo llevándose las manos a la cabeza-. Tus padres y tu abuela
sólo pensaban en llevaros a Francia hasta que le conté los riesgos a tu padre.
No teníamos nada seguro salvo el miedo a perderos. Dudábamos todos
menos Bernarda que nunca me perdonó que mataran a tu abuelo y es más terca que
una mula. Volví a beber y dejé a tu padre solo. Tu hermana cada día estaba
peor... y murió antes de llevarla a Francia.
No sé cuándo había comenzado a llorar, ni como acabé abrazada a él.
Sor Dolores entró en la sala de la televisión.
-Perdón, don Zacarías, nadie me había dicho que estaba usted aquí
–dijo avanzando a grandes zancadas hacia nosotros.
-No importa, hermana –contestó mi abuelo poniéndose de pie mientras
se sonaba la nariz-, vine a ver a Merche... ¡Es mi nieta!
-¿Mercedes? –preguntó la madre superiora con extrañeza-, pero si
Mercedes es...
-¿Una mala estudiante, hermana? –corté mirándola con preocupación.
-¿Eres mala estudiante? –me preguntó el abuelo mirando la hora-. ¡La
asamblea en el ayuntamiento, maldita memoria la mía!
Se fue gruñendo después de darme un beso y decirle a la hermana que
ya hablarían. Desde la puerta de la sala me recordó que me esperaba el sábado
siguiente. Cuando nos quedamos a solas Sor Dolores me miró con cara de
interrogación alzando las cejas. Le conté que hacía trece años que yo no veía
al abuelo y que si mi abuela Bernarda se enteraba me haría volver al pueblo.
“Pero Fernanda se lo dirá”, me dijo recordando el día que fue a hablar con ella.
-No, Fernanda me puso en contacto con él.
Le pedí tiempo para contarle yo misma al abuelo que en realidad
trabajaba y estudiaba en el colegio que él subvencionaba.
Casi cuando empezaba la primavera un primo de Morse que vivía en Sigüenza
nos invitó a ver Waterloo Brigde.
En un garaje hacían todos los sábados un pequeño cine. Un cine-club
lo llamaban. Se reunían varios amigos y lo pasaban bien, además de poder gozar
de cierta intimidad las parejas viendo la película.
Desde que sor Dolores había descubierto que mi abuelo era uno de los
benefactores de las Ursulinas me daba toda la tarde de los sábados libre. Pasaba
más tiempo con mi familia, y días como aquel podía ir con Morse al cine después
de haber estado con ellos. Era lo normal a mis dieciséis años.
El pequeño garaje estaba bastante oscuro; lleno de parejas besándose
antes de empezar la película. Pasamos sin hacer ruido entre ellos y nos
colocamos en la última fila. Morse hablaba con su primo que manejaba la máquina
de cine, estaba justo a su lado. Mientras, yo miraba a mi alrededor recordando
la canción que más me gustaba. Bésame, bésame mucho, como si fuera ésta noche
la última vez...
Se apagó la bombilla que quedaba encendida y empezó la película. Morse
colocó su brazo por encima de mis hombros y al mirarle le besé. Le besé sin prisa
en lo que sabía que era el principio. Cuando al protagonista –Robert Taylor- le
dan por muerto en la primera guerra mundial, noté a Morse hurgando en mi
espalda. En el broche de mi sujetador.
-¡Lo llevas claro! –susurré notando que su mano desaparecía de mi
espalda por arte de magia-, lo digo porque el broche está roto, yo tardo una
hora para poder quitármelo.
Me abrazó con tanta fuerza al olvidarse del candado roto que casi
ahogó mi alma con el fuego de su boca.
Nuca
volveré a amar a nadie... dijeron antes de finalizar la película.
Apretó mi mano y nuestros ojos se buscaron. Anocheció mientras amanecía cuando
encendieron la luz. Él era mi vida, mi universo, mi refugio.
-Creo que he dejado de quererte para empezar a amarte, Morse –le dije
coqueteando con la luna mientras volvíamos a las Ursulinas.
-¡Qué cursi eres a veces... y cómo me gustas! –contestó alzándome en
brazos y notando que por fin el broche se había abierto.
1 comentario:
el reencuentro de Merche con su abuelo fue una de las cosas que más me costó escribir. Me emocioné muchísimo.
Y cómo explicar a todos los que entran en mi casa con llave... ¿qué coños hago yo llorando delante del ordenador?
Fue duro, aunque ahora me ría.
Publicar un comentario