Silencios contados a media voz. Sonrisas
quietas en labios mudos. La historia de una vida y de las vidas que acompañaron
a ésta. La historia de mis gentes, de nuestras gentes, de una guerra entre
hermanos. Historias de la historia trazadas con una pluma ágil, costumbrista,
tan experimentada y precisa como lo es la de los mejores narradores
contemporáneos. Todo eso y más es, Las palabras del viento, de María Narro. Una
obra que, sin lugar a dudas, se merece un puesto destacado en nuestra narrativa
contemporánea. Una historia que te arrancará sonrisas, lágrimas y admiración,
como suele hacerlo un trabajo preciso y lleno de magia”
Antonia J
Corrales. Escritora y Correctora
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Fue un amago de Guernica, lo has hecho de maravilla. Con esa sensibilidad
que roza el dolor sin perder la sonrisa. Sigüenza se merece un sitio en la
historia que le corresponde.
Y tú la has colocado donde se
merece...
Almudena (Madrid)

La novela...

La novela...
(cada capítulo lleva nombre de mujer)

7 sept 2015

Laura (último capítulo)


Papá llegó a casa cuando le daba la merienda a la niña. Morfeo, Mofi, entró corriendo en el salón y se tumbó a nuestros pies. Laura le dio un trozo de plátano que él engulló antes de darme tiempo a protestar...

-¡Parecen hermanos! –dijo mi padre riendo.

La compenetración que había entre mi hija y su perro era tan perfecta como increíble. Habían crecido juntos; cuando a los tres años la niña comenzó a andar Morfeo aprendió a estar siempre a su lado para que no se cayera, o a tumbarse junto a ella cuando se caía, y lame su carita si la ve llorar... son una monada los dos.

Desde que el año pasado nos vinimos a vivir a Valencia ladra cuando Laura quiere decir algo y no puede, a veces pienso que lee sus pensamientos.
Tiene cinco años y su mente es normal lo que pasa es que no puede hablar y anda con dificultad. Papá dice que me enfado con la gente sin razón, pero no me gusta que traten a mi hija como si fuera idiota. En el colegio, cuando he ido apuntarla... dicen que no puede estudiar con niños normales y no lo entiendo.

En 1983 compré, con la ayuda de mi padre y del abuelo Zacarías, una pequeña casita con jardín cerca de la playa de Levante. Los inviernos en Madrid resultaban algo peligrosos para la niña por sus constipados y gripes, el doctor nos había aconsejado un clima mediterráneo y como yo quería alejarme de su padre no lo dudé ni un momento. El mar nos hacía bien a las dos; papá decidió venirse a vivir con nosotras.

Roberto solía venir una vez al mes a ver a su hija, pero ya nada era igual. La complicidad, atracción o deseo que sentía por él se habían ido debilitando poco a poco, quizá porque la pasión y la decepción nunca fueron amigas y habían sido muchas decepciones... o quizá porque la seducción había dejado paso a una correcta amistad con el marido de mi mejor amiga. No me conducía a nada pensar que fue después de ver de nuevo el barranco de las Hoces del Río Dulce, aunque fuera por televisión, cuando todo empezó a cambiar. Ni recordar que me tuve que comprar un vídeo y aprender a usarlo para poder ver  todos los episodios del El hombre y la tierra. No me conducía a nada... no. Ni recordar de alguna forma a Morse ni pensar en Roberto, porque no tenía a ninguno de los dos.

“Hay más hombres que lechuguinas”, me dijo la abuela Bernarda cuando vino con mamá y Fernanda a pasar el último verano. ¿De dónde habría sacado esa expresión?

  Mi padre se fue a Sigüenza para dejarnos más sitio en la casa. Se lo tuve que pedir yo, sabía que mamá no vendría si estaba él...

-No quiere verme, ¿no es eso?
-Pues no lo sé, papá, eso se lo debes preguntar tú.
Ella le huía, y él se ponía nervioso y huraño cuando hablaba de mi madre. 

Llegaron un viernes por la tarde en la furgoneta de Fernanda, la abuela nunca había visto el mar y a mí me hacía mucha ilusión enseñárselo.

Salimos a dar un paseo cuando bajó el sol. Mamá llevaba a Laura en brazos y yo empujaba la silla de la abuela mientras Morfeo caminaba olisqueando los zapatitos de la niña; Fernanda se había quedado descansando. Nos detuvimos en un parque del paseo marítimo, frente al mar...

-Si no fuera tan azul diría ques el mismo que se ve en la tele.

La abracé. ¡La echaba tanto de menos!

-Es el mismo, abuela, sólo que su televisión es en blanco y negro.
-A mí no me líes la cabeza que la enciclopedia dice que hay tres y muchismos ríos. Pero mares tres: Atlántico, Mediterráneo y Cantabro...
-Cantábrico... –corrigió mi madre desde el columpio donde jugaba con la niña.
-Y vete tú a saber cuál es este.
-El mediterráneo, abuela, el agua está más caliente.
-¿Tasmetió?
-Muchas veces y usted también se va a meter...
-Si hombre ¡Anda que no le costó a la Fernanda años ni meterme en la bañera...!

Se negó a mirar la playa durante el día, sólo conseguíamos sacarla al anochecer, hacía mucho calor. Fue difícil convencerla para que se quitara su ropa negra, pero las medias hasta las rodillas... eso fue imposible. Pero aun así fue tan divertido y entrañable estar con ellas que no lo olvidaré nunca.

Como aquella primera noche que fuimos a pasear por el puerto y acabé en la comisaría de policía.

Laura había estado jugando y corriendo con Mofi por lo que la abuela la sentó encima de ella cuando salimos a pasear. Fernanda empujaba la silla respirando tranquilidad; Morfeo, a su lado, custodiaba el pequeño y sonriente mundo de su amita. Mamá y yo, agarradas del brazo, íbamos mirando los menús de las terrazas para cenar. Llegamos al puerto sin habernos puesto de acuerdo por lo que me acerqué a un puesto de helados. Había mucha gente y tuve que esperar un buen rato para comprar cinco tarrinas. Estaba pagando cuando oí a Morfeo ladrar.
Miré hacia atrás y vi a la abuela chillando a un policía para que no le hablara en ruso, Fernanda intentaba poner orden diciendo que hablaba en valenciano mientras mi madre tenía en brazos a la niña.

Me dieron el cambio y salí corriendo.

-Hola, buenas noches ¿qué ocurre? Perdone, es que no entendemos el valenciano...
-A ver, señorita, la mujer mayor estaba tirando piedras a los barcos.
Cagonlahostia, estaba enseñando a matar truchas a la hija de mi Merche!

Me tragué como pude las carcajadas que brotaron al escuchar a la abuela.
 
-No puede hablar ¿sabe usté? Pero bien relista que es, me trajo las piedras más grandes del parque porque sabía que veníamos al puerto a matar truchas.
-¿Matar truchas? –preguntó el joven policía.
-Sí señor, como lo he hecho la vida, a pedradas.
 
No pude seguir callando la risa y eso enfureció al municipal que llamó a su compañero para que arrimara el coche...

-Sube... a ver si te hace tanta gracia –me dijo abriendo la  puerta-, y se lo explicas a mi superior en comisaría por si se entera de algo.

Le di la bolsa con los helados a mi madre y la pedí que se fueran a cenar mientras yo iba a explicar que a la enciclopedia se le había olvidado decirle a la abuela que en el mar no hay truchas.  
Aquel verano pasó tan rápido lleno de risas y cariño, que creo que fue el más corto de mi vida. El último fin de semana se presentó mi padre con el abuelo Zacarías...

-Si no los juntas sin que sepan que se van a ver, estos dos no se vuelven a hablar –me dijo el abuelo después de observar a mis padres mirarse a escondidas toda la tarde.

Nos habíamos dado cuenta todos y por la noche, poniendo mil excusas y pegas, les dejamos solos...

-¡Y que ellos se las apañen como puedan que ya son mayorcitos! -dijo la abuela.                    

A la mañana siguiente mientras desayunábamos en el jardín nos dimos cuenta de que aún no habían vuelto. La claridad del día confundida con un tenue aroma de jazmín traían un sabor a tregua, quizá la paz firmada en el horizonte.
Laura estaba especialmente pesada dándole vueltas y vueltas con la cuchara a su tazón de leche con Cola Cao sin querer comer. Apoyaba su cabecita en un brazo acodado sobre la mesa. Y daba vueltas y vueltas a la leche mirando al cielo. En la radio Alaska y dinarama decían que era difícil pedir perdón...

-Echaré de menos esto –dijo Fernanda estirándose en su silla.

Un pequeño grupo de gaviotas pasó volando hacia la playa y la abuela se arrimó a la niña para que tomara su desayuno. El abuelo leía el periódico mientras Mofi dormitaba a sus pies, me iba a levantar a recoger las tazas cuando se abrió la puerta del jardín... mamá llevaba las sandalias de tacón colgadas de una mano y una flor en el pelo. Papá entró después con la chaqueta sobre el hombro.

-Voy a echarme un rato antes del viaje –dijo mi madre.
-Yo... también voy a descansar un poco –añadió mi padre.
-Vale, luego os llamo –dije mirando fijamente a la abuela para que no dijera nada.

Habían estado hablando toda la noche y vieron amanecer desde la playa. Supe que no había pasado nada más porque se despidieron como hermanos cuando mamá se fue. Pero algo había cambiado, el humor de papá, sus ojos al hablar de mi madre. “Siempre se han querido, por eso le obligué a venir”, me dijo el abuelo.

Mamá volvió un mes después cuando encontré por fin un colegio que me gustaba para Laura, donde la trataban como una niña normal; sin sobreprotección ni dejar que se la considere un bicho raro. Me vino muy bien desahogarme con ella, una charla de mujeres. Pero había momentos en que la notaba distante, como ausente, sospeché que quería estar a solas con mi padre y preparé una tarde de playa dejándoles solos en casa.
Regresamos, la niña, Morfeo y yo, casi al atardecer. Empezaba a refrescar.
No encontré a nadie por la casa hasta que no me dirigí a la cocina para preparar la cena. La habitación de papá estaba abierta.

Mi padre estaba sentado en el borde de la cama, miraba al suelo con los codos apoyados en sus rodillas mientras se sujetaba la cabeza con ambas manos. Estaba descalzo.

Golpeé levemente la puerta con los nudillos y me miró.

-¿Estás bien?
Asintió apretando los labios.
-Voy a preparar la cena para Laura que mañana tiene colegio.
-No deja, ya voy yo –dijo levantándose-. Tu madre se ha vuelto a Pelegrina.
Pasó por delante de mí y no pude ver sus ojos.

La cama estaba deshecha. Le seguí y me senté en la mesa de la cocina mirando cómo empezaba a hacer una tortilla. Se oía a la niña y a Mofi jugar en el salón...

-¿Qué ha pasado?
-No lo sé, Merche –dijo cascando los huevos-, el otro día nos quedó claro que nos seguimos queriendo... que siempre nos hemos seguido queriendo y que volveríamos a intentarlo pero despacio...  y hoy –siguió diciendo quedándose inmóvil y mirando fijamente a la sartén-, después de desearla y amarla como nunca, cuando pensé que ya jamás nos separaríamos... vuelve a estar ausente, insegura, y me dice que no puede dejar a su madre otra vez sola...  ahora no... No la entiendo, cariño, te juro que no la entiendo.

Yo tampoco, pensé a la vez que oía sonar el teléfono.

Era Fernanda preguntando por mamá
-¿Está todo bien por allí? –pregunté por si me aclaraba algo.
-Sí, claro, tu abuela algo constipada y en cama, pero todo bien –respondió sin entender por qué se había vuelto al pueblo mi madre.

Me despedí enseguida, no tenía ganas de hablar con ella.


En la Navidad de 1985 nos fuimos a Sigüenza para estar con la familia. Laura y yo iríamos a cenar en Nochevieja con mi madre y nos quedaríamos allí unos días.
El día veinticuatro de diciembre por la tarde, el abuelo Zacarías vino muy serio de echar la partida con sus amigos.

-¿Ya habéis acabado? –preguntó papá mientras tocaba la zambomba acompañando a los villancicos que cantaban los hijos del tío Miguel ante el asombro de mi hija y los ladridos de Morfeo.

No contestó, había demasiado ruido. Me miró e indicó que saliera al pasillo.

-Tienes que ir a casa de tu abuela... –dijo sentándose en una butaca de madera.
-Claro, dentro de unos días...
-No, Merche, hoy,
Algo empezó a temblar dentro de mí al verle tan serio, casi llorando, y tragué saliva.
-¿Qué ocurre? –preguntó mi padre que había salido detrás de mí cerrando la puerta de la habitación donde estaban los niños.
-...Don Justino, el médico de Pelegrina, estaba en la taberna... fallé una vez a Bernarda porque me callé y no lo voy hacer contigo –dijo mirándome y olvidándose de seguir alisando con su bastón la pequeña alfombra que pisaba- Tu abuela se está muriendo, Merche, no saben si llegará a mañana.
-Pero ¿por qué? ¿Cómo? Si estuve con ella hace un mes –chillé mientras papá me abrazaba.
Los niños dejaron de cantar, mi tío Miguel también salió al pasillo.

-Cuando vinieron de las vacaciones, en una revisión le encontraron un cáncer... es muy mayor y no quiso operarse ni seguir tratamiento alguno.... sólo pidió que nadie te dijera nada.... ya te había hecho sufrir suficiente de pequeña.                    

El tío Miguel sacó el coche y nos llevó a papá y a mí a Pelegrina, el abuelo no nos acompañó... no le dejé, no le quedaban fuerzas y apenas se tenía en pie.

Había mucha gente en la casa pero no reconocí a nadie. Pasé directamente a la habitación de mi abuela, mamá y Fernanda estaban con ella; don Justino también estaba allí. Me acerqué a la cama y cogí su mano...

-Estoy aquí, abuela.
-Sabía que vendrías... siempre fuiste mu desobediente y vendrías –dijo en un hilo de voz.

Me abracé a ella mientras veía a papá consolando a mi madre que no dejaba de llorar.

-El recluta...Merche... el recluta te quiere...
-¿Qué dice, abuela?
-El reclu.......vino..........................
-¡No entiendo lo que dice...! –dije rompiendo a llorar.
Fernanda, abrazándome, me separó de la cama.

-Tiene mucha fiebre –dijo el médico tomándola el pulso-, está delirando y entrando en coma.

Mi abuela, Bernarda Alba, murió el día de Navidad a las cuatro de la tarde.
Del entierro recuerdo muy poco, tan sólo a mis padres que no se separaban, como tampoco se separaron de mí Roberto, doña Asunción y Fernanda.

 
Días después, cuando empecé a asimilar que ya nunca la vería, fui con mamá a llevar flores a su tumba. Al llegar al cementerio vimos a un señor de unos cincuenta años parado ante la lápida de la abuela...

-¿Conocía a mi madre? –le preguntó soltándome del brazo para dejar las flores sobre la tumba.

El desconocido se la quedó mirando fijamente, parecía que su mirada estuviera atravesando montones de años hacia atrás a una velocidad vertiginosa...

-¿Alicia...?
-¿Me conoce...? Perdón ¿le conozco? –preguntó mamá mirándole a la cara.
-Sí, bueno no... ¡Hace tantos años ya! –dijo el desconocido empezando a marcharse por el estrecho sendero que marcaban las lápidas.
-Sus ojos me recuerdan a mi padre, pero él sólo tuvo un hermano que murió en la guerra  civil –le dijo mamá sin esperar recibir respuesta.

Volvió despacio, arrastrando los años, y fue a sentarse junto a la tumba de la abuela. Mamá y yo no dejábamos de mirarle.

-Creí estar muerto durante años... esa es la lección que aprendí en el campo de concentración al que me llevaron después de que me hicieran prisionero en la batalla del Ebro... logré escapar... y no pude regresar a España hasta que murió Franco.
-¡Usted es mi tío Juanito! –dijo mi madre acercándose a él como si no le creyera.
-Así es –sonrió sin ganas el desconocido, y mirando hacia la tumba de la abuela añadió-, he vuelto a casa, Bernarda... demasiado tarde.
 

El hermano de mi abuelo Jacinto, Juanito, al que dieron por muerto al desaparecer en la guerra civil, estuvo desde finales del 38 hasta el 41, que consiguió escapar, prisionero en el campo de concentración de Miranda del Ebro, en Burgos. Él y otro compañero consiguieron llegar con vida a Andorra donde se escondieron, a otros les volvieron a apresar y viviendo como esclavos construyeron el Valle de los Caídos. Mi tío abuelo consiguió cruzar la frontera de Francia meses después y luego, en un pueblecito perdido cerca de Lyon, volvió a aprender a vivir esquivando la segunda guerra mundial.
Toda una vida marcada por la brutalidad del mundo, y el egoísmo de unos cuantos.
No se casó, pero tiene dos hijos. Y aparte de abrazar a mi madre ya no le quedaba nada por hacer en España...  preguntó por Carmina, la hija de la señora Felisa, aunque mamá no sabía que la conociera.
Farfullando que era mejor no recordar a los muertos, se marchó.

Estrenando 1986 y después del funeral de la abuela, fui a despedirme de Fernanda.
Ella se quedaba con una prima suya viviendo en el pueblo, mi madre se venía con nosotros a Valencia...

-¿Estás segura de que no te quieres venir, Fernanda?
-Soy de secano... nací aquí y moriré aquí.

Salimos a pasear abrigándonos bien. No había llevado a Laura porque hacía mucho frío.

-¿Has hablado con Morse? –preguntó apretándose el nudo de la bufanda.
-¿Con Morse...? ¿Con que Morse? –pregunté a la vez sin entender.
-Pues con Morse... con el recluta como le llamaba tu abuela.
-¿De qué hablas? –la dije parándome y cogiéndola de un brazo mientras un inmenso vértigo me rodeaba.
-Vino a ver a tu abuela antes de morir... y creó que le vi en el entierro, pero no estoy segura.
-¿Se ha ido ya a la Argentina? –pregunté como si me faltara el aire, demasiado deprisa.
-Que yo sepa no... vive aquí desde hace dos años, bueno, aquí no. Dicen que tiene una finca cerca de Sigüenza... ¿estás bien, Mercedes?
-No... sí... muy bien –dije mirándola y notando un brillo en mis ojos que ya no recordaba que pudiera existir..
-No sabías nada ¿verdad? –preguntó mirándome con dulzura.  

Dejé a Fernanda antes de lo previsto y me acerqué con el coche a las Hoces del Río Dulce, necesitaba ir allí.

 

Mirador de Pelegrina

en homenaje al doctor Félix Rodríguez de la Fuente

 y colaboradores

Que aquí rodaron sus películas

Eregido por suscripción popular

Sigüenza 1980

El mirador homenaje a Félix Rodríguez de la Fuente estaba casi en el mismo lugar en el que  Morse y yo nos solíamos sentar cuando íbamos allí.

Estaba tan emocionada que no pude evitar ponerme a llorar nada más parar el coche. Morse había vuelto a España... hacía dos años... ¿cuándo volví a soñar con él?
¿Por qué no me buscó?
Sí, ya sé que yo entonces sólo estaba centrada en el bienestar de mi hija, buscando casa en Valencia... pero...
Morse... ¿Dónde estás?
Salí del coche envolviéndome en el abrigo. El viento rugía con fuerza, con la misma fuerza y enfado con la que yo me preguntaba “¿Cómo he podido vivir tantos años sin esto?” Arropada por la furia del viento empecé a encontrarme en paz conmigo misma, empecé a sentirme viento. Las lágrimas se confundían con los recuerdos y pude ver a mi abuela Bernarda sentada, con las manos sobre la panza, en la puerta del Universo junto a mi hermana Isabel. La abuela me guiñó un ojo y dijo sonriendo
“Ahora me toca estar con ella... busca al recluta, Merche... el nieto de Samuel el argentino”.

Por la noche, después de acostar a mi hija, llamé por teléfono a doña Asunción. Había ido a despedirse de mí aquella tarde a casa del abuelo. Enseguida le pregunté si sabía algo de Morse.

-Estuvo en el entierro de tu abuela... pero ni siquiera le saludé porque le perdí de vista. ¡Ah! Creo que le vi correr hacia nosotros cuando te desmayaste, te cogió Roberto en brazos y luego ya no le vi... pero no estoy segura. Está muy guapo, eso sí lo sé.

Doña Asunción me prometió que le buscaría ya que yo me tenía que marchar al día siguiente.

-Espera... –volvió a decirme antes de colgar-, cuando todavía vivía mi tío Cosme, al poco de nacer Laura, recibió una carta del padre de Morse. Querían regresar a España... y no sé qué más, pero también preguntaban por ti...
-¿Y...? –pregunté nerviosa.
-Mi tío les mandó la foto que te hice con la niña... en la clínica.... cuando nació tu hija ¿te acuerdas?
-¿En la que también estaba Roberto?
-¡Sí, esa! ¡Parecíais un matrimonio!

Después de la fiesta de Reyes, Laura empezó de nuevo el colegio. En su mismo centro había dos niños más con parálisis cerebral, y tenían lo que se empezaba a llamar, un profesor de apoyo. Era un chico joven, que además de ser psicólogo estudiaba la carrera de pedagogía; todo un tesoro de sensibilidad, conocimientos y querer aprender.
Huía de los prejuicios, no dejaba que a ningún niño con problemas para expresarse o problemas de movimiento se le supusiera una discapacidad mental, ya que algunos niños con parálisis cerebral tienen problemas de aprendizaje, pero esto no siempre es así, porque algunos otros suelen tener un coeficiente de inteligencia más alto de lo normal. Miguel, que así se llamaba este profesor, fue una gran ayuda para mí y sobre todo para mi hija. Me hizo entender que, cuando el problema de un niño no se corresponde con su inteligencia general se denomina ‘dificultad especifica de aprendizaje’ y eso es lo que le ocurría a Laura. Que ni conseguía dibujar una casita con un sol como los otros niños, ni podía hablar. Pero Miguel empezó a estimular su desarrollo intelectual con cuentos, muchos cuentos y teatro.
La convirtió en mariposa en el cuento de Cenicienta.
Según se acercaba el día de la representación estaba más nerviosa.

-Las mariposas no hablan, sólo vigilan los diálogos para que nadie se equivoque –le decía a mi hija mientras le probaba las alas que le había hecho mamá.
-Mo...
-No, Mofi es un perro y no hace teatro.
-Belo...
No me podía reír, ahora era madre.
-El abuelo tampoco hace teatro, la mariposa eres tú.
Fue todo un acontecimiento familiar la primera obra de teatro de Laura. Doña Asunción consiguió dos días de permiso y se trajo desde Sigüenza al abuelo. Roberto vino por su cuenta en tren.
Mi hija voló durante toda la representación del cuento. Recorría el escenario moviendo sus pequeños bracitos y se arrimaba a la Cenicienta cuando lloraba sin nadie pedírselo...

-Quiere ser el hada madrina –me decía mamá entusiasmada.

Roberto gravó aquel momento de casi dos horas en su cámara de vídeo. La ilusión de su hija mientras recorría el escenario poniendo cara de susto cuando veía al público  reír; las lágrimas de emoción del abuelo Zacarías; a papá moviendo los brazos como una mariposa al ver a Laura que se quedaba quieta buscándonos entre la gente...
Había que estimular la relación social de la niña con juegos, actividades extraescolares, cualquier cosa que evitara su aislamiento; y como en cualquier niño: rodearla de amor, aliento y apoyo. Miguel, su profesor, después de aquella tarde en la que la emoción y el orgullo poblaron mis mejillas, como las de una madre más, abrió la puerta de la esperanza de  par en par. No pude aplaudir... de verdad que no pude aplaudir cuando acabó la representación, porque vi la poesía vestida de mariposa agarrada a la manita de sus compañeros.

Mi hija, de cinco años, era la mejor Poesía de toda una vida.


Las palabras del viento, así me dijo doña Asunción que se llamaba la finca en la que vivía Morse; estaba en las afueras de Guijosa, muy cerca de Sigüenza. Como yo tenía que ir a Madrid a por unos papeles para poder acabar la carrera de Filosofía y letras en Valencia, me fui con ella dejando a la niña con mis padres y el abuelo. Tenía mi coche en el taller y Roberto vino con nosotras.

-Con este mes de febrero tan frío que hace, tu abuelo está mejor en Valencia...
Doña Asunción fue casi todo el camino hablando sola. Roberto había cambiado su humor y guardaba silencio desde que se había enterado de que el verdadero motivo de mi viaje era ver a Morse. A mí me incomodaba su silencio; no lo entendía y me cabreaba. Ya no había nada entre nosotros... ¿acaso se creía el único hombre sobre la tierra? Si al menos recordara mis poemas sabría lo que Morse significó para mí... o quizá porque los recordaba me miraba con esa cara de despecho ¿Despecho...? ¡Valiente cinismo el suyo, joder!

Siendo consciente de la guerra silenciosa que se libraba en el interior de su vehículo, doña Asunción siguió hablando...

-Parece que la tierra era de unos parientes y la compró a buen precio...
-Ah ¿pero la finca es suya? –preguntó Roberto.
“¿Y a ti qué te importará?” le quise contestar, pero en su lugar miré el paisaje y conté hasta diez.
-Sí, claro. Estuve el otro día y es muy grande, con animales, pero los guardeses me dijeron que Morse estaba en el campo con el tractor...
-¿Con el tractor?
“Once, doce, trece..."

Llegué agotada y exhausta a Madrid, como si hubiera hecho un viaje de diez mil kilómetros. Estaba tan quemada por los celos incongruentes de Roberto y por el tira y afloja que mantuvo la mitad del camino con doña Asunción, que me fui derecha a la facultad y quedé al día siguiente con ella en Sigüenza. Necesitaba perderlos de vista, a los dos.

Después de resolver casi todo el papeleo y hacer cola en media docena de ventanillas me acerqué a Atocha; cogí un cercanías hasta Guadalajara. Dormiría en una buena pensión que conocía y recuperaría fuerzas con su comida y durmiendo. Otro día como aquel y no lo contaba más.

Me desperté de madrugada. Las cuatro y cuarto. No conseguía volver a dormirme. Fui a por un vaso de agua, volví enseguida a la cama y me arrebujé con ganas entre las cálidas mantas ¡hacía tanto frío!

-¿Estás segura de lo que vas a hacer? –preguntó mi hermana Isabel.
-Es que no sé lo que voy a hacer... sólo sé que tengo que verle... ¿está bien la abuela?...

Casi eran las diez de la mañana cuando llegué a Sigüenza. Un sol helado me abrazó al salir de la estación... tenía miedo y no sabía de qué. Caminaba con prisa por las calles que habían acunado nuestro amor oliendo a él, todo olía a él. El aroma de la alameda, las Ursulinas allí al fondo, el pequeño cine club, la habitación del adiós, mi pelo enredado entre sus dedos... y había vuelto. Morse caminaba de nuevo aquellas calles.

Había quedado en el colegio san José con doña Asunción, trabajaba allí desde que había muerto su tío don Cosme. No me pudo acompañar a la finca pero me dejó su coche. Estaba tan nerviosa que se me caló tres veces al arrancarlo.
 Un indicador de metal oxidado me hizo frenar de golpe cuando iba por la carretera que llevaba a Guijosa. Finca Las palabras del viento, ponía. Las palabras van sobre el viento, recordé... ¡pero no te lo crees!, me había dicho entonces.

Cerré los ojos y apoyé la frente en el volante.
“¡Ay Dios! ¿Qué estoy haciendo? ¡Éramos unos niños!”
Respiré una eternidad inmóvil, dudando de todo.

“¿Y si está casado?”
Un mirlo se posó en el capó del coche.
“Si fue a casa de mi abuela fue por algo, ella no me diría que me quiere si no estuviera segura”.
Y recordé sus últimas palabras...
Pisé el embrague y metiendo la primera giré hacia donde señalaba el indicador.


Podaba unos rosales que había en la parte delantera de una enorme casa blanca cuando le vi. Paré el coche en frente de la casa, pero fui incapaz de moverme.
 Morse hizo visera con su mano izquierda para resguardar los ojos del sol mientras miraba hacia el coche. Cogió una chaqueta que había sobre un banco de madera en el porche y caminó hacia mí.

Se quedó clavado en el suelo a dos metros de distancia, por lo que supuse que hasta ese momento no había sabido que era yo. Nos mirábamos como dos mimos estáticos sobre un suelo sin fondo. Un abismo me tragaba. La última vez que le había visto era un jovencito vestido de rebeldía y miedo ante el ejército, el hombre que me miraba ahora, con esa furia de nostalgia en los ojos, me hacía temblar. No pude seguir mirándole, sentía a mi corazón latir con desespero y salí del coche antes de marearme.

-¿Has venido sola? –preguntó poniéndose la chaqueta.

En eso no había cambiado, nuestros saludos se hacían invisibles por los nervios.

-Sí, Laura está en Valencia, tenía colegio.
-¿Y tu marido?
-No estoy casada, Morse, nunca lo he estado.
-Bueno, el padre de tu hija... es lo mismo.
-El padre de Laura es el marido de doña Asunción
-¿Qué...?

No debí contárselo así sino con más delicadeza, pero me sentía una niña torpe e insegura a su lado, no podía evitarlo. Tardé en explicárselo bien y adivinó enseguida que mi hija era lo más importante en mi vida...
-¿Y tú? –pregunté  apoyándome en el coche-, ¿te has casado?
-Sí... murió hace dos años –dijo mirando al vacío-, por eso regresé a España.
Oí quebrarse en añicos a la más frágil flor de cristal y cerré los ojos.
-¿Tomamos un café y hablamos? –preguntó Morse poniendo su mano en mi hombro.
-Sí... claro –asentí sonriendo mientras le miraba.

1 comentario:

María Narro dijo...

escribir el último capítulo de una novela es... acabar de pintar un cuadro, acabar y empezar la mayor fiesta del mundo. Una alegría y tristeza infinita. Cuando ves que todo tiene sentido, acaba de nacer tu hijo.