Cuando el llanto se
borró de la cara de Micaela al igual que la leche de sus pechos, entre las dos
hermanas consiguieron que su casa fuese una de las más limpias y prósperas del
pueblo; su melonar el más hermoso, sus cortes
las menos apestosas, sus dos cerdos los más gorditos, y Bonaparte un burro muy
obediente. No importó ni a nadie preocupó que Bernarda dejara de ir a la escuela cuando tenía ocho años. La chiquilla
era feliz ayudando en su casa y cuidando a los animales, cosa que no le ocurría
cuando doña Manolita se empeñaba en enseñarla a escribir y, como había
demasiado que hacer, Inocencio nunca quiso saber que la niña no iba a la
escuela.
Cierta mañana en la
que Micaela echaba agua de una palangana oxidada sobre la entrada de la casa,
se oyó la trompetilla de Jacinto. Acto seguido comenzó el pregón:
-¡Se hace saber, por
orden del señor alcalde, que no se pué sacar
agua del pozo del tío Jeremías hasta...!
Bernarda salió de la
casa como una tromba llevando entre sus manos un cuchillo y la patata que
estaba pelando, y corrió hacia la plaza. Ella no tenía que sacar agua del pozo
de nadie porque tenían el suyo propio en el melonar, pero había oído a Jacinto
y verle cuando pregonaba era su más dulce sueño. Mientras el muchacho seguía
lanzando su mensaje a voz en grito, un grupo de curiosos se había reunido en la
plaza y Bernarda, adelantándose a todos, le miraba sin pestañear aunque sus
manos siguieran pelando la patata.
De vuelta a su casa
y ya sin la magia del pregonero, vio acercarse al pueblo un carro cubierto por
una lona verde. Se detuvo e hizo visera para resguardar sus ojos del sol con la
mano en la que llevaba el cuchillo. Una mula avejentada tiraba pesadamente del
carromato, atados a los barrotes traseros del mismo: una burra, una cabra y una
mona.
Por lo que de nuevo
echó a correr tropezando al entrar en la casa con su hermana Micaela.
-¡Pero niña, tú tás tonta u qué! Hasta el Bonaparte es
más educaó que tú.
-¡Qué vienen los
titiriteros! –gritó la pequeña.
A la hora de la
comida se acercó como invitada a casa de los Alba la señora Vicenta; mientras
saboreaba la tortilla de patatas y unas suculentas gachas, le dijo susurrando a
Micaela:
-Vete con ojo que el
Zaca te anda buscando.
La jovencita ocultó
su rubor al escuchar a su padre decir que si los gitanos habían montado ya su
circo era mejor acabar con la tortilla e irse con la sartén de gachas para la
plaza.
-No, padre, que los
titiriteros no empiezan hasta que no se vaya el sol y no hay gachas pa tós –le contestó Bernarda con la boca
llena.
Cerca de la
anochecida Inocencio se puso la chaqueta de pana verde con ayuda de su hija
mayor. Cogió a Bernarda de la mano, a quien habían quitado toda la roña de las
rodillas y puesto su vestidito blanco de ganchillo, y partió hacia la plaza.
Micaela les seguía llevando dos taburetes de
madera. Dos taburetes de madera y un corazón anhelante. La señora Vicenta había
abierto la caja de Pandora al anunciarle que su príncipe aún se acordaba de
ella. Una malévola caja de la que había salido la peor de todas las desgracias
humanas según don Catalino, la lujuria.
Sentada entre las
sombras, Micaela, aún de luto, miraba a Zacarías mientras éste la devoraba con
los ojos. Antes de que la cabra seguida de la mona llegara al final de la
escalera, Micaela le dijo a su padre que tenía ganas de orinar. Inocencio que
no había reparado en la presencia del muchacho pues tenía suficiente con mirar
a la gitana descalza de enormes pechos que animaba a la cabra a trepar, le dijo
que se fuese y no tardase; de vez en cuando le llegaban las risas de su
Bernardilla y él también reía las enormes bondades de la belleza de pies
desnudos.
Y en la oscuridad de
lo prohibido, los dos jóvenes amantes se apretaron en su abrazo sin mediar
palabra.
Las manos
temblorosas del jovenzuelo subieron con prisas la saya después de haber
chupeteado un sostén rebosante de penas sin curar, y ni siquiera había llegado
a rozar la piel desnuda de la muchacha cuando dejó de gemir.
-Hemos de volver con
los demás, mi princesa –dijo Zacarías subiéndose la cremallera de los
pantalones, pero al darse cuenta de que se había mojado le pidió que volviera
ella sola.
Micaela asintió
mientras se colocaba la ropa entre minúsculos espasmos de confusión enamorada.
Oyendo ya la
algarabía de los gitanos empezó a rezar para no volverse a quedar embarazada.
El canto de un grillo le acompañó en sus rezos.
A la mañana
siguiente todos los chiquillos del pueblo se acercaron a jugar con los animales
que llevaban los titiriteros. También Micaela acudió a la plaza, aunque ella en
busca de su amor.
Dando de comer a la
burra, la cabra y la mona, se encontró a varios niños capitaneados por su
hermana Bernarda, a Zacarías no le vio hasta que no se fijó en una hermosa
gitanilla. Junto a ella, que ayudaba a desmontar el circo ambulante, estaba él
acarreando los trastos más pesados. Si no le hubiera visto sonreír a la muñeca
gitana como antes siempre lo hacía con ella, ninguna puñalada de celos le
hubiera atravesado las entrañas.
-¡Bernarda! –gritó
intentando calmar su furia y no abalanzarse sobre aquella morena para
arrancarle los ojos- ¡Bernarda, que vengas te digo!
-Pero… ¿y qué hago
con la mona?
-La dejas en la
monería y te vienes pa la casa que
hay que preparar la cena.
-Pero si acabamos de
desayunar la torta que nos trajo la señá
Vicenta… –le decía suplicante la pequeña que ya estaba a su lado y miraba con
envidia a sus amiguitos que habían empezado a jugar al Pasimisí con la cabra y la mona.
-No me hables de la Vicenta –le cortó Micaela
arreándola una colleja- y deja de mirar a la piojosa gitana que va a por mi
Zaca.
-Si yo no... ¡ah! se
llama Encarna y…
-¡Que tires pa la casa te he dicho, leches! –le
cortó de nuevo su hermana mayor pegándola un empujón.
1 comentario:
Sin lugar a dudas éste fue el capítulo más cómico, y uno de los ejes de toda la novela.
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