
D. JOSÉ CALVO SOTELO
Murió asesinado en la madrugada del 13 de Julio de 1936
RIP
España entera se asocia
al intenso dolor y pide
a
todos los españoles
una oración por el eterno
descanso de su
alma.
-¡Si no había pocos
problemas parió la abuela! –dijo Jacinto arrojando el periódico sobre la mesa-.
Lee, lee la esquela y verás.
-¡Dios bendito, pobre
hombre! y... éste don José ¿quién es?
-¿Que quién es, Bernarda?
¿Qué quién es? –preguntaba Jacinto siguiendo el olor del pastel que estaba
preparando su mujer-. Pues un... un parlamentario creo, pero eso es lo de menos,
el caso es que era de los nuestros...
-¿De los nuestros?
–preguntó la mujer llevándose una mano al vientre. .
-Bernarda... –decía viéndola sacar el delicioso manjar del horno de
leña- o estás con la
República o contra ella ¿mentiendes?
No hay otra opción.
Ninguno... nadie podía imaginar ni una cuarta parte de lo que se
escribió en no sé que libro del destino; la barbarie y el odio absurdo entre
hermanos que nunca debió haber ocurrido.
Bernarda estaba embarazada de cinco meses y la niña Lucía a punto de
irse a vivir con ellos. Su hermana Micaela acudía a su casa todos los días a ayudarla,
el médico le había mandado cierto reposo para no malograr ésta vez el embarazo.
Aunque no se hablaba con Jacinto desde que descubrió que era amigo de Zacarías,
la pequeña Alicia y Juanito la adoraban. Había conocido al argentino y Dolores
que con sus trillizos venían de visita muchas tardes, pero quien le hacía
bailar los vientos, según decía Bernarda, era don Perico, el maestro republicano.
Micaela ya no tenía edad para enamorarse como una chiquilla... pero el corazón
es caprichoso e iba casi todas las mañanas a barrer la puerta de la escuela, o
a buscar a Juanito y Alicia sólo por verle.
Don Cosme seguía sin aparecer. Había escrito al nuevo alcalde
diciéndole que por la enfermedad de su anciano padre tardaría en volver.
Antonio, el marido de la señora Felisa, había sido nombrado alcalde hacía seis
meses... “Como es republicano no tiene prisa en sustituir al párroco, ¡hay que
joderse!”, decía Jacinto. La vida en el pueblo transcurría entre dimes y
diretes pero sin misa, o entre malas caras pero sin golpes. Rencores sí,
rencores callados muchos.
Los que menos aguantaban la falsa armonía del pueblo eran los
chavales de quince años, sobre todo Juanito y Sergio, el hijo mayor de la
señora Angustias. Esos dos que se la tenían jurada desde que el maestro quitó
el crucifijo del colegio. Se saludaban a empujones, se daban patadas cuando no
los veía nadie, y encima a los dos niños les gustaba Carmina, la hija del
alcalde.
-Pasionaria ni leches
–decía Bernarda mientras curaba la nariz a su cuñado- ¡y yo que sé quién es
esa! Si es una mujer que se dedica al politiqueo mal vamos... y te me olvidas
de todas las Pasionetas del mundo
pero ya... y te me metes en tu dura mollera que tu hermano no es ningún cacique
pues fue el más pobre de tós hasta
que os dio la herencia vuestro tío. No hay que defenderle de ná porque nunca ha robado... ni se cree
el amo de nadie... tiene jornaleros y bien remajas
que tienen sus casas tós. Lo que
pasa es que tu hermano no es tonto –le seguía diciendo cuando acabó de curarle-,
no le gusta que le quiten lo que es suyo y no se calla. Amás... –dijo volviendo
sobre sus pasos pues ya se iba a guardar el botiquín-, y ahora te voy a hablar
en primera persona: a mí el maestro me quiere atontar la cabeza, pero tu
hermano, tú, Alicia, la niña Lucía, el bebé que viene y mi hermana me sujetáis
los pies al suelo... ¡Porque siempre ha habido pobres y ricos, Juanito, mande la República , la pasioneta, los de izquierdas o derechas
o el Cristo bendito...!
El sábado veinticinco de Julio por la tarde Jacinto llegó muy pálido
a casa. Mientras segaba con sus hombres había visto entrar en Sigüenza a cie
ntos
de soldados armados, primero muchos y luego más. Ordenó a su familia que se
quedara en casa y él se fue a la escuela por si don Perico sabía qué estaba
pasando. No le encontró pero oyó una radio demasiado fuerte que provenía de
casa del señor alcalde, tenían una ventana abierta y se veía a varios del
pueblo pendientes de las noticias.
Jacinto se apoyó en una esquina de la casa concejo y encendió un
pitillo. Se hablaba de un alzamiento militar. Vio acercarse al Satur y al
argentino con las manos en los bolsillos, no había nadie más en las calles. Los
tres fumaron en silencio aquella noche de principios de verano del 36.
Dos días después subió a Sigüenza para hablar con Zacarías, y allí
terminaron sus dudas. Estaban en guerra. Acababan de matar al obispo, don
Eustaquio Nieto Martín, y al limosnero de la catedral. Soldados con fusiles
hasta los dientes paseaban las calles con tanques. Escondiéndose llegó a casa
de su amigo...
-Las tropas de Franco se
acercan y esto es un polvorín a punto de estallar –le dijo éste mientras
cargaba el auto con su familia ya dentro.
-¿Las tropas de Franco? ¡Los nuestros!
-¡Escúchame bien, pregonero, qué te arreo una leche! –Zacarías sólo
le llamaba así cuando se enfadaba-, aquí no hay nuestros que valgan, nadie sabe
quién ha matado al obispo y al deán. Los nacionales están ya casi en Alcolea y
van dejando un reguero de sangre. No sé sabe quién es quién... Mira –le dijo
subiendo al auto- yo me llevo a mi familia a Pelegrina y tú coge a tu mujer y
los niños y métete en casa... y ni se te ocurra venir por aquí hasta que Franco
tome Madrid.
-¡Será cosa de meses, ya verás! –dijo Jacinto viéndole marchar.
Bernarda quiso que su hermana se quedara con ellos mientras durara
aquella locura de muertes, sangre y miedo. El asesinato del obispo y de
Anastasio el limosnero, había sido demasiado grave para ella. “No les bastó con
matar curas en Oviedo, ahora me matan al señor obispo de mi Sigüenza... ¿Qué
más puede pasar en una guerra?”, preguntaba acariciando su vientre.

-¿Qué es una guerra, mami? –gritaba la pequeña Alicia, cansada de
aquel silencio y sin poder salir, desde su caballito de madera.
1 comentario:
Este capítulo fue uno de los mayores retos a los que me he enfrentado en mi vida. La Guerra Civil Española me pillaba demasiado lejos.
Fui a Sigüenza varias veces, llené mi escritorio de fotos, leí testimonios y no sabía...
¿Cómo se enteraron de que estaban en guerra?
asique me puse el despertador, me vestí de Bernarda y amanecí en el 36.
Genuino y horroroso.
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