Un día doña
Asunción, la maestra, se acercó a la fuente cuando leía sentada en el borde del
pilón mientras dejaba llenar un cántaro de agua.
-¿Te gusta mucho
Delibes, Mercedes?- me preguntó.
-Mucho, este libro
se llama El camino.
-Es fantástico que
leas, pero tienes que leer de todo. Siempre te veo con la misma lectura.
-Es que El camino
es el libro que más me gusta y... -lo cerré y guardé en el bolsillo de mi
delantal, retiré el cántaro del pilón pues hacía un buen rato que no cabía una
gota más, y con cara de haber cometido un pecado y no estar arrepentida la
miré- ...no tengo otro -dije a modo de despedida.
-Yo te puedo dejar
los que quieras. Pásate por mi casa luego.
-Luego no podré -le
dije mientras me colocaba el cántaro encima de la cadera- ¿Mañana? -pregunté
empezando a subir la cuesta que conducía a casa de mi abuela.
-Mañana -la oí
contestar.
Al día siguiente fui
a casa de la maestra. Me hizo pasar a la habitación que siempre estaba cerrada
cuando estudiábamos, tropecé al entrar con un sillón al que di los buenos días
y al fondo vi una chimenea apagada que me llamó payasa. Doña Asunción se quedó
detrás de mí y subió la persiana. Con la luz del día descubrí que las paredes
estaban llenas de estantes, y estos de libros. Libros de todos los colores y
tamaños; debí emitir una exclamación de sorpresa porque enseguida dijo:
-Estos libros son
del pueblo, al menos la mayoría. Antes de la guerra estaban en la sacristía de
la iglesia, luego mi tío los trajo aquí por seguridad, y ahora esto se ha
convertido en la biblioteca de todos. Lamentablemente casi nadie sabe leer y
los que saben no tienen tiempo... -alzó los hombros en un gesto de resignación
y me señaló un rincón- Ahí tienes los autores que quiero que leas.

-Y no te preocupes,
si algo no entiendes te lo explicaré encantada.
-Se los devolveré en
unos días -dije cuando me iba.
-Creo que debes
quedártelos durante todo el verano -me dijo riendo de una forma que no entendí,
a no ser que supiera que yo sin Morse y sin leer podría volverme loca.
Aquel día estuve
leyendo en el casillo de las gallinas hasta que oscureció. Después de
encerrarlas fui a cenar y pregunté a la abuela si me dejaba encender un rato la
bombilla de mi cuarto o llevarme su quinqué. Me miró con ganas de pegarme un
guantazo y me senté rápidamente delante de mi escuálida tortilla y el trozo de
pan con tomate. “Si al menos saliera la luna podría seguir siendo Ana Ozores y
pasear por Vetusta. Es imposible que el señor Clarín no pensase en mí al
escribir su novela...”
Una sonora colleja
cortó de cuajo mis pensamientos.
-¿Ahora tás sorda o qué? Te dicho que me alcances el botijo, y te prohíbo que vuelvas a
mirar los libracos que ta dejaó la señá maestra durante el verano...
-Pero abuela..
-Que te calles y me
alcances el botijo, leches. El verano es pa
trabajar en la huerta y no me sirves con esa cara de idiota y tó el día en las nubes.
Por una vez mi
abuela tenía razón. Me había calado de tal forma el empezar a leer La Regenta que se me
olvidó disimular que soñaba para vivir, pero ya me encargaría yo de que no me
volviese a pillar.
Hacía años me habían
separado de la melliza que no recordaba y no iba a permitir que nadie me
separase de Ana Ozores.
Ni páginas escritas,
ni palabras que no entendía, y mucho menos, la abuela Bernarda.
Así que, aprendí a
despertarme con el sol y leer hasta que sonaba el viejo despertador, a leer en
los rincones, a leer mientras cavaba patatas, recogía ciruelas, a leer en la
hora de la siesta, y hasta cuando tenía el libro cerrado.
Y al declinar el
día, unos infantiles pies arrastrados me llevaban a cerrar las gallinas.
Cuando acabé de leer
La Regenta
y pude dormir el cansancio, volé pedaleando hasta el alto de las Hoces.
Volé a gritarle al viento que el señor Clarín además de escritor era adivino;
le grité al viento que estaba plenamente convencida de que la novela sería el
más potente oráculo de mi vida ya que mi existencia estaría marcada por tres
hombres.
Al concluir mi
exaltado y alborotado discurso ocurrió algo muy curioso: el tenue y casi
imperceptible silbido del viento calló.
Me senté a los pies
de la roca que hacía de mirador intentando saber qué pasaba. Cerca de mí se
posó un buitre y observé durante una breve eternidad como se acicalaba las
plumas con el pico. Empezaba a hacer frío y a apagarse el día, pero el viento
seguía callado. Volví a gritar y el buitre salió volando.
-¿Qué te pasa...?
¿Por qué ya no me acaricias? -después de escuchar al eco dos veces hacerme
burla, continúe gritando mientras me ponía de pie-. Lo siento mucho, tengo que
irme.
Y enroscándome una
trenza susurré:
-¿Es posible
sentirse viento? ¿Vivir sobre ti y tus palabras?... No te preocupes, juro que
aprenderé a escucharte.
A los pocos días
comencé a leer el libro de don Antonio Buero Vallejo. Estaba en la huerta y
tenía que regar las lechugas, pero como la abuela se había ido a visitar a su
hermana Micaela que vivía en Pelegrina, decidí sentarme bajo el ciruelo un rato
y abrir el nuevo libro.
Ana Ozores se
resistía a quedarse fuera de la historia, mas los inquilinos de la escalera no
la dejaron entrar.
Bajo el ciruelo,
aquella tarde, antes de que se pusiera a llover, empecé a hacerme mayor. Al
final del verano cumpliría trece años y aun así, la desilusión y amargura
encerrada en aquel libro supe que eran las mismas que envolvían mis días. No me
tranquilizó el darme cuenta de que yo buscara la alegría a pesar del dolor, o
de la carencia, o como se diga. Ni me tranquilizó el saber que irradiaba vida
como dijo el señor cura...
Había ido a hablar
con él para que me buscara un sitio donde estudiar en Sigüenza, o un convento
para meterme monja, o una casa para servir, con tal de que me sacara de casa de
la abuela cualquier cosa valía. Le dije que yo no podía quedarme a vivir
siempre en la misma escalera... Al llegar a este punto de la conversación don
Cosme me miró con cara de indulgencia misericordiosa.
-Merceditas, hija
–dijo-, sospecho que te dejas influenciar en demasía por lo que lees.
A aquellas alturas
del verano era de dominio público que su sobrina me había dejado tres libros y
cuales habían sido.
-Se equivoca, señor
cura -le contesté muy ofendida- es cierto que estoy leyendo el libro del señor
de Guadalajara, pero es que su novela es un fiel reflejo de mi realidad, y
escúcheme bien -me levanté haciendo ademán de irme y le señalé con un dedo-,
usted será el culpable, estoy plenamente convencida de ello, si esa novela se
convierte en el más potente oráculo de mi vida.
Me fui de su
despacho dando un portazo.
Unas horas después advertí por el ventanuco de la cocina que don Cosme
se acercaba a la casa. Me hubiera hecho gracia cómo se arremangaba la sotana
con una mano mientras que con la otra sostenía un enorme paraguas negro, si no
me hubiera picado tanto la conciencia. Me escabullí a mi cuarto antes de que
entrara en el portal.
-¿Qué te trae por aquí con la que está cayendo? -oí preguntar a la
abuela.
-Si Mahoma no va a la montaña, la montaña va a Mahoma -dijo don Cosme.
-¿Y yo que soy la maroma o la montaña? Déjate de monsergas y pasa a la
cocina que me se queman los calabacines.
Bajé al rellano de la escalera y pude oír al señor cura decirle a mi
abuela que sería bueno mandarme a las Ursulinas...
-¿Al convento?
-preguntó la abuela entre risas- La
María de las Mercedes no sirve pa’acatar las órdenes de quien no le tire de las orejas, que se lo
digo yo. A más, ¿quién me va ayudar,
eh?... Ni hablar, señor cura...
-Pero mujer que se
puede estudiar con las Ursulinas sin ser monja.
-Que dicho que no.
-Te va a pesar,
Bernarda, te va a pesar. Merceditas está en una edad..
-En la que toavía se arregla tó con dos buenas hostias.
-No seas bruta mujer
y dime al menos que lo pensarás. La niña necesita una oportunidad...
-¿Cómo la que tuve
yo por cuidar de ella no yéndome con mi hija? -Tronó la abuela- ¿O Isabel
porque no quisiera el gitano operar...? ¡Cagoen
la puta, Cosme!¡Dios los cría y ellos se juntan… nos ha jodío! Anda, anda, anda, no escarbes y
lárgate.
El señor cura salió al portal sin un gesto en
la cara, abrió el paraguas negro y se fue. Desde las escaleras le vi alejarse
mientras buscaba a mi hermana entre las sombras para que me contara de qué
hablaba la abuela.
Dos semanas después
volaba pedaleando de nuevo hacia las Hoces. Estaba más excitada que nunca y
nada más llegar a lo alto dejé la bicicleta de cualquier manera, me senté en el
suelo y abrí el libro que llevaba conmigo. Comencé a leer en voz alta:
<<Amargura
dorada en el paisaje,
El corazón escucha
En la tristeza
húmeda
El viento dijo:
Yo soy todo de
estrellas derretidas
Sangre del infinito.
Con mi roce descubro
los colores
De los fondos
dormidos.
Voy herido de
místicas miradas
Yo llevo los
suspiros
En burbujas de
sangre invisibles
Hacia el sereno
triunfo
Del amor inmortal
lleno de Noche...>>

Estuve toda la tarde
leyendo en las Hoces del Río Dulce borracha de poesía, estuve toda la tarde
escuchando al viento.
Sí, porque su
silbido, rugido, brisa, o aliento, son la alegría y tristeza del mundo; el
llanto del poeta demasiado joven para morir, la sonrisa de la hermana que no
podía recordar, y la mirada de un mañana que vive para olvidar.
1 comentario:
Los libros, una abuela muy bruta y mi espontaneidad. Pero claro, yo no soy nada sin poesía.
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