Papá llegó a casa cuando le daba
la merienda a la niña. Morfeo, Mofi, entró corriendo en el salón y se tumbó a
nuestros pies. Laura le dio un trozo de plátano que él engulló antes de darme
tiempo a protestar...
-¡Parecen hermanos! –dijo mi
padre riendo.

Desde que el año pasado nos
vinimos a vivir a Valencia ladra cuando Laura quiere decir algo y no puede, a
veces pienso que lee sus pensamientos.
Tiene cinco años y su mente es
normal lo que pasa es que no puede hablar y anda con dificultad. Papá dice que
me enfado con la gente sin razón, pero no me gusta que traten a mi hija como si
fuera idiota. En el colegio, cuando he ido apuntarla... dicen que no puede
estudiar con niños normales y no lo entiendo.
En 1983 compré, con la ayuda de
mi padre y del abuelo Zacarías, una pequeña casita con jardín cerca de la playa
de Levante. Los inviernos en Madrid resultaban algo peligrosos para la niña por
sus constipados y gripes, el doctor nos había aconsejado un clima mediterráneo
y como yo quería alejarme de su padre no lo dudé ni un momento. El mar nos
hacía bien a las dos; papá decidió venirse a vivir con nosotras.
Roberto solía venir una vez al
mes a ver a su hija, pero ya nada era igual. La complicidad, atracción o deseo
que sentía por él se habían ido debilitando poco a poco, quizá porque la pasión
y la decepción nunca fueron amigas y habían sido muchas decepciones... o quizá
porque la seducción había dejado paso a una correcta amistad con el marido de
mi mejor amiga. No me conducía a nada pensar que fue después de ver de nuevo el
barranco de las Hoces del Río Dulce, aunque fuera por televisión, cuando todo
empezó a cambiar. Ni recordar que me tuve que comprar un vídeo y aprender a
usarlo para poder ver todos los
episodios del El hombre y la tierra.
No me conducía a nada... no. Ni recordar de alguna forma a Morse ni pensar en
Roberto, porque no tenía a ninguno de los dos.
“Hay más hombres que
lechuguinas”, me dijo la abuela Bernarda cuando vino con mamá y Fernanda a
pasar el último verano. ¿De dónde habría sacado esa expresión?
Mi
padre se fue a Sigüenza para dejarnos más sitio en la casa. Se lo tuve que
pedir yo, sabía que mamá no vendría si estaba él...
-No quiere verme, ¿no es eso?
-Pues no lo sé, papá, eso se lo
debes preguntar tú.
Ella le huía, y él se ponía
nervioso y huraño cuando hablaba de mi madre.
Llegaron un viernes por la tarde
en la furgoneta de Fernanda, la abuela nunca había visto el mar y a mí me hacía
mucha ilusión enseñárselo.
Salimos a dar un paseo cuando
bajó el sol. Mamá llevaba a Laura en brazos y yo empujaba la silla de la abuela
mientras Morfeo caminaba olisqueando los zapatitos de la niña; Fernanda se
había quedado descansando. Nos detuvimos en un parque del paseo marítimo,
frente al mar...
-Si no fuera tan azul diría ques el mismo que se ve en la tele.
La abracé. ¡La echaba tanto de menos!
-Es el mismo, abuela, sólo que
su televisión es en blanco y negro.
-A mí no me líes la cabeza que
la enciclopedia dice que hay tres y muchismos
ríos. Pero mares tres: Atlántico, Mediterráneo y Cantabro...
-Cantábrico... –corrigió mi
madre desde el columpio donde jugaba con la niña.
-Y vete tú a saber cuál es este.
-El mediterráneo, abuela, el
agua está más caliente.
-¿Tasmetió?
-Muchas veces y usted también se
va a meter...
-Si hombre ¡Anda que no le costó
a la Fernanda
años ni ná meterme en la bañera...!
Se negó a mirar la playa durante
el día, sólo conseguíamos sacarla al anochecer, hacía mucho calor. Fue difícil
convencerla para que se quitara su ropa negra, pero las medias hasta las
rodillas... eso fue imposible. Pero aun así fue tan divertido y entrañable
estar con ellas que no lo olvidaré nunca.
Como aquella primera noche que
fuimos a pasear por el puerto y acabé en la comisaría de policía.
Laura había estado jugando y
corriendo con Mofi por lo que la abuela la sentó encima de ella cuando salimos
a pasear. Fernanda empujaba la silla respirando tranquilidad; Morfeo, a su
lado, custodiaba el pequeño y sonriente mundo de su amita. Mamá y yo, agarradas
del brazo, íbamos mirando los menús de las terrazas para cenar. Llegamos al
puerto sin habernos puesto de acuerdo por lo que me acerqué a un puesto de
helados. Había mucha gente y tuve que esperar un buen rato para comprar cinco tarrinas.
Estaba pagando cuando oí a Morfeo ladrar.
Miré hacia atrás y vi a la abuela
chillando a un policía para que no le hablara en ruso, Fernanda intentaba poner
orden diciendo que hablaba en valenciano mientras mi madre tenía en brazos a la
niña.
Me dieron el cambio y salí
corriendo.
-Hola, buenas noches ¿qué
ocurre? Perdone, es que no entendemos el valenciano...
-A ver, señorita, la mujer mayor
estaba tirando piedras a los barcos.
-¡Cagonlahostia, estaba enseñando a matar truchas a la hija de mi
Merche!
Me tragué como pude las
carcajadas que brotaron al escuchar a la abuela.
-No puede hablar ¿sabe usté? Pero bien relista que es, me trajo
las piedras más grandes del parque porque sabía que veníamos al puerto a matar
truchas.
-¿Matar truchas? –preguntó el
joven policía.
-Sí señor, como lo he hecho tó la vida, a pedradas.
No pude seguir callando la risa
y eso enfureció al municipal que llamó a su compañero para que arrimara el
coche...
-Sube... a ver si te hace tanta
gracia –me dijo abriendo la puerta-, y
se lo explicas a mi superior en comisaría por si se entera de algo.
Le di la bolsa con los helados a
mi madre y la pedí que se fueran a cenar mientras yo iba a explicar que a la
enciclopedia se le había olvidado decirle a la abuela que en el mar no hay
truchas.
Aquel verano pasó tan rápido
lleno de risas y cariño, que creo que fue el más corto de mi vida. El último
fin de semana se presentó mi padre con el abuelo Zacarías...
-Si no los juntas sin que sepan
que se van a ver, estos dos no se vuelven a hablar –me dijo el abuelo después
de observar a mis padres mirarse a escondidas toda la tarde.
Nos habíamos dado cuenta todos y
por la noche, poniendo mil excusas y pegas, les dejamos solos...
-¡Y que ellos se las apañen como
puedan que ya son mayorcitos! -dijo la abuela.
A la mañana siguiente mientras
desayunábamos en el jardín nos dimos cuenta de que aún no habían vuelto. La
claridad del día confundida con un tenue aroma de jazmín traían un sabor a
tregua, quizá la paz firmada en el horizonte.
Laura estaba especialmente
pesada dándole vueltas y vueltas con la cuchara a su tazón de leche con Cola Cao
sin querer comer. Apoyaba su cabecita en un brazo acodado sobre la mesa. Y daba
vueltas y vueltas a la leche mirando al cielo. En la radio Alaska y dinarama decían que era difícil pedir perdón...
-Echaré de menos esto –dijo Fernanda
estirándose en su silla.
Un pequeño grupo de gaviotas
pasó volando hacia la playa y la abuela se arrimó a la niña para que tomara su
desayuno. El abuelo leía el periódico mientras Mofi dormitaba a sus pies, me
iba a levantar a recoger las tazas cuando se abrió la puerta del jardín... mamá
llevaba las sandalias de tacón colgadas de una mano y una flor en el pelo. Papá
entró después con la chaqueta sobre el hombro.
-Voy a echarme un rato antes del
viaje –dijo mi madre.
-Yo... también voy a descansar
un poco –añadió mi padre.
-Vale, luego os llamo –dije
mirando fijamente a la abuela para que no dijera nada.
Habían estado hablando toda la
noche y vieron amanecer desde la playa. Supe que no había pasado nada más
porque se despidieron como hermanos cuando mamá se fue. Pero algo había
cambiado, el humor de papá, sus ojos al hablar de mi madre. “Siempre se han
querido, por eso le obligué a venir”, me dijo el abuelo.
Mamá volvió un mes después
cuando encontré por fin un colegio que me gustaba para Laura, donde la trataban
como una niña normal; sin sobreprotección ni dejar que se la considere un bicho
raro. Me vino muy bien desahogarme con ella, una charla de mujeres. Pero había
momentos en que la notaba distante, como ausente, sospeché que quería estar a
solas con mi padre y preparé una tarde de playa dejándoles solos en casa.
Regresamos, la niña, Morfeo y
yo, casi al atardecer. Empezaba a refrescar.
No encontré a nadie por la casa
hasta que no me dirigí a la cocina para preparar la cena. La habitación de papá
estaba abierta.
Mi padre estaba sentado en el
borde de la cama, miraba al suelo con los codos apoyados en sus rodillas
mientras se sujetaba la cabeza con ambas manos. Estaba descalzo.
Golpeé levemente la puerta con
los nudillos y me miró.
-¿Estás bien?
Asintió apretando los labios.
-Voy a preparar la cena para
Laura que mañana tiene colegio.
-No deja, ya voy yo –dijo levantándose-.
Tu madre se ha vuelto a Pelegrina.
Pasó por delante de mí y no pude
ver sus ojos.
La cama estaba deshecha. Le
seguí y me senté en la mesa de la cocina mirando cómo empezaba a hacer una
tortilla. Se oía a la niña y a Mofi jugar en el salón...
-¿Qué ha pasado?
-No lo sé, Merche –dijo cascando
los huevos-, el otro día nos quedó claro que nos seguimos queriendo... que
siempre nos hemos seguido queriendo y que volveríamos a intentarlo pero
despacio... y hoy –siguió diciendo
quedándose inmóvil y mirando fijamente a la sartén-, después de desearla y
amarla como nunca, cuando pensé que ya jamás nos separaríamos... vuelve a estar
ausente, insegura, y me dice que no puede dejar a su madre otra vez
sola... ahora no... No la entiendo,
cariño, te juro que no la entiendo.
Yo tampoco, pensé a la vez que oía
sonar el teléfono.
Era Fernanda preguntando por
mamá
-¿Está todo bien por allí?
–pregunté por si me aclaraba algo.
-Sí, claro, tu abuela algo
constipada y en cama, pero todo bien –respondió sin entender por qué se había
vuelto al pueblo mi madre.
Me despedí enseguida, no tenía
ganas de hablar con ella.
En la Navidad de 1985 nos fuimos
a Sigüenza para estar con la familia. Laura y yo iríamos a cenar en Nochevieja con
mi madre y nos quedaríamos allí unos días.
El día veinticuatro de diciembre
por la tarde, el abuelo Zacarías vino muy serio de echar la partida con sus amigos.
-¿Ya habéis acabado? –preguntó
papá mientras tocaba la zambomba acompañando a los villancicos que cantaban los
hijos del tío Miguel ante el asombro de mi hija y los ladridos de Morfeo.
No contestó, había demasiado
ruido. Me miró e indicó que saliera al pasillo.
-Tienes que ir a casa de tu
abuela... –dijo sentándose en una butaca de madera.
-Claro, dentro de unos días...
-No, Merche, hoy,
Algo empezó a temblar dentro de
mí al verle tan serio, casi llorando, y tragué saliva.
-¿Qué ocurre? –preguntó mi padre
que había salido detrás de mí cerrando la puerta de la habitación donde estaban
los niños.
-...Don Justino, el médico de
Pelegrina, estaba en la taberna... fallé una vez a Bernarda porque me callé y
no lo voy hacer contigo –dijo mirándome y olvidándose de seguir alisando con su
bastón la pequeña alfombra que pisaba- Tu abuela se está muriendo, Merche, no
saben si llegará a mañana.
-Pero ¿por qué? ¿Cómo? Si estuve
con ella hace un mes –chillé mientras papá me abrazaba.
Los niños dejaron de cantar, mi
tío Miguel también salió al pasillo.
-Cuando vinieron de las
vacaciones, en una revisión le encontraron un cáncer... es muy mayor y no quiso
operarse ni seguir tratamiento alguno.... sólo pidió que nadie te dijera
nada.... ya te había hecho sufrir suficiente de pequeña.

Había mucha gente en la casa
pero no reconocí a nadie. Pasé directamente a la habitación de mi abuela, mamá
y Fernanda estaban con ella; don Justino también estaba allí. Me acerqué a la
cama y cogí su mano...
-Estoy aquí, abuela.
-Sabía que vendrías... siempre
fuiste mu desobediente y vendrías –dijo
en un hilo de voz.
Me abracé a ella mientras veía a
papá consolando a mi madre que no dejaba de llorar.
-El recluta...Merche... el
recluta te quiere...
-¿Qué dice, abuela?
-El reclu.......vino..........................
-¡No entiendo lo que dice...!
–dije rompiendo a llorar.
Fernanda, abrazándome, me separó
de la cama.
-Tiene mucha fiebre –dijo el médico
tomándola el pulso-, está delirando y entrando en coma.
Mi abuela, Bernarda Alba, murió
el día de Navidad a las cuatro de la tarde.
Del entierro recuerdo muy poco,
tan sólo a mis padres que no se separaban, como tampoco se separaron de mí
Roberto, doña Asunción y Fernanda.
Días después, cuando empecé a
asimilar que ya nunca la vería, fui con mamá a llevar flores a su tumba. Al
llegar al cementerio vimos a un señor de unos cincuenta años parado ante la
lápida de la abuela...
-¿Conocía a mi madre? –le
preguntó soltándome del brazo para dejar las flores sobre la tumba.
El desconocido se la quedó
mirando fijamente, parecía que su mirada estuviera atravesando montones de años
hacia atrás a una velocidad vertiginosa...
-¿Alicia...?
-¿Me conoce...? Perdón ¿le
conozco? –preguntó mamá mirándole a la cara.
-Sí, bueno no... ¡Hace tantos
años ya! –dijo el desconocido empezando a marcharse por el estrecho sendero que
marcaban las lápidas.
-Sus ojos me recuerdan a mi
padre, pero él sólo tuvo un hermano que murió en la guerra civil –le dijo mamá sin esperar recibir
respuesta.
Volvió despacio, arrastrando los
años, y fue a sentarse junto a la tumba de la abuela. Mamá y yo no dejábamos de
mirarle.
-Creí estar muerto durante
años... esa es la lección que aprendí en el campo de concentración al que me
llevaron después de que me hicieran prisionero en la batalla del Ebro... logré
escapar... y no pude regresar a España hasta que murió Franco.
-¡Usted es mi tío Juanito! –dijo
mi madre acercándose a él como si no le creyera.
-Así es –sonrió sin ganas el
desconocido, y mirando hacia la tumba de la abuela añadió-, he vuelto a casa,
Bernarda... demasiado tarde.
El hermano de mi abuelo Jacinto,
Juanito, al que dieron por muerto al desaparecer en la guerra civil, estuvo
desde finales del 38 hasta el 41, que consiguió escapar, prisionero en el campo
de concentración de Miranda del Ebro, en Burgos. Él y otro compañero
consiguieron llegar con vida a Andorra donde se escondieron, a otros les
volvieron a apresar y viviendo como esclavos construyeron el Valle de los Caídos.
Mi tío abuelo consiguió cruzar la frontera de Francia meses después y luego, en
un pueblecito perdido cerca de Lyon, volvió a aprender a vivir esquivando la segunda
guerra mundial.
Toda una vida marcada por la
brutalidad del mundo, y el egoísmo de unos cuantos.
No se casó, pero tiene dos hijos.
Y aparte de abrazar a mi madre ya no le quedaba nada por hacer en España... preguntó por Carmina, la hija de la señora
Felisa, aunque mamá no sabía que la conociera.
Farfullando que era mejor no
recordar a los muertos, se marchó.
Estrenando 1986 y después del
funeral de la abuela, fui a despedirme de Fernanda.
Ella se quedaba con una prima
suya viviendo en el pueblo, mi madre se venía con nosotros a Valencia...
-¿Estás segura de que no te
quieres venir, Fernanda?
-Soy de secano... nací aquí y
moriré aquí.
Salimos a pasear abrigándonos
bien. No había llevado a Laura porque hacía mucho frío.
-¿Has hablado con Morse?
–preguntó apretándose el nudo de la bufanda.
-¿Con Morse...? ¿Con que Morse?
–pregunté a la vez sin entender.
-Pues con Morse... con el
recluta como le llamaba tu abuela.
-¿De qué hablas? –la dije
parándome y cogiéndola de un brazo mientras un inmenso vértigo me rodeaba.
-Vino a ver a tu abuela antes de
morir... y creó que le vi en el entierro, pero no estoy segura.
-¿Se ha ido ya a la Argentina ? –pregunté
como si me faltara el aire, demasiado deprisa.
-Que yo sepa no... vive aquí
desde hace dos años, bueno, aquí no. Dicen que tiene una finca cerca de
Sigüenza... ¿estás bien, Mercedes?
-No... sí... muy bien –dije
mirándola y notando un brillo en mis ojos que ya no recordaba que pudiera
existir..
-No sabías nada ¿verdad?
–preguntó mirándome con dulzura.
Dejé a Fernanda antes de lo
previsto y me acerqué con el coche a las Hoces del Río Dulce, necesitaba ir
allí.
Mirador
de Pelegrina
en
homenaje al doctor Félix Rodríguez de la Fuente
y colaboradores
Que
aquí rodaron sus películas
Eregido
por suscripción popular
Sigüenza
1980
El mirador homenaje a Félix
Rodríguez de la Fuente
estaba casi en el mismo lugar en el que
Morse y yo nos solíamos sentar cuando íbamos allí.
Estaba tan emocionada que no
pude evitar ponerme a llorar nada más parar el coche. Morse había vuelto a España...
hacía dos años... ¿cuándo volví a soñar con él?
¿Por qué no me buscó?
Sí, ya sé que yo entonces sólo
estaba centrada en el bienestar de mi hija, buscando casa en Valencia...
pero...
Morse... ¿Dónde estás?
Salí del coche envolviéndome en
el abrigo. El viento rugía con fuerza, con la misma fuerza y enfado con la que
yo me preguntaba “¿Cómo he podido vivir tantos años sin esto?” Arropada por la
furia del viento empecé a encontrarme en paz conmigo misma, empecé a sentirme
viento. Las lágrimas se confundían con los recuerdos y pude ver a mi abuela
Bernarda sentada, con las manos sobre la panza, en la puerta del Universo junto
a mi hermana Isabel. La abuela me guiñó un ojo y dijo sonriendo
“Ahora me toca estar con ella...
busca al recluta, Merche... el nieto de Samuel el argentino”.
Por la noche, después de acostar
a mi hija, llamé por teléfono a doña Asunción. Había ido a despedirse de mí
aquella tarde a casa del abuelo. Enseguida le pregunté si sabía algo de Morse.
-Estuvo en el entierro de tu
abuela... pero ni siquiera le saludé porque le perdí de vista. ¡Ah! Creo que le
vi correr hacia nosotros cuando te desmayaste, te cogió Roberto en brazos y
luego ya no le vi... pero no estoy segura. Está muy guapo, eso sí lo sé.
Doña Asunción me prometió que le
buscaría ya que yo me tenía que marchar al día siguiente.
-Espera... –volvió a decirme
antes de colgar-, cuando todavía vivía mi tío Cosme, al poco de nacer Laura,
recibió una carta del padre de Morse. Querían regresar a España... y no sé qué
más, pero también preguntaban por ti...
-¿Y...? –pregunté nerviosa.
-Mi tío les mandó la foto que te
hice con la niña... en la clínica.... cuando nació tu hija ¿te acuerdas?
-¿En la que también estaba
Roberto?
-¡Sí, esa! ¡Parecíais un
matrimonio!
Después de la fiesta de Reyes,
Laura empezó de nuevo el colegio. En su mismo centro había dos niños más con parálisis
cerebral, y tenían lo que se empezaba a llamar, un profesor de apoyo. Era un
chico joven, que además de ser psicólogo estudiaba la carrera de pedagogía;
todo un tesoro de sensibilidad, conocimientos y querer aprender.
Huía de los prejuicios, no
dejaba que a ningún niño con problemas para expresarse o problemas de
movimiento se le supusiera una discapacidad mental, ya que algunos niños con
parálisis cerebral tienen problemas de aprendizaje, pero esto no siempre es
así, porque algunos otros suelen tener un coeficiente de inteligencia más alto
de lo normal. Miguel, que así se llamaba este profesor, fue una gran ayuda para
mí y sobre todo para mi hija. Me hizo entender que, cuando el problema de un
niño no se corresponde con su inteligencia general se denomina ‘dificultad
especifica de aprendizaje’ y eso es lo que le ocurría a Laura. Que ni conseguía
dibujar una casita con un sol como los otros niños, ni podía hablar. Pero
Miguel empezó a estimular su desarrollo intelectual con cuentos, muchos cuentos
y teatro.
La convirtió en mariposa en el
cuento de Cenicienta.
Según se acercaba el día de la
representación estaba más nerviosa.
-Las mariposas no hablan, sólo
vigilan los diálogos para que nadie se equivoque –le decía a mi hija mientras
le probaba las alas que le había hecho mamá.
-Mo...
-No, Mofi es un perro y no hace
teatro.
-Belo...
No me podía reír, ahora era
madre.
-El abuelo tampoco hace teatro,
la mariposa eres tú.
Fue todo un acontecimiento
familiar la primera obra de teatro de Laura. Doña Asunción consiguió dos días
de permiso y se trajo desde Sigüenza al abuelo. Roberto vino por su cuenta en
tren.
Mi hija voló durante toda la
representación del cuento. Recorría el escenario moviendo sus pequeños bracitos
y se arrimaba a la Cenicienta
cuando lloraba sin nadie pedírselo...
-Quiere ser el hada madrina –me
decía mamá entusiasmada.
Roberto gravó aquel momento de
casi dos horas en su cámara de vídeo. La ilusión de su hija mientras recorría
el escenario poniendo cara de susto cuando veía al público reír; las lágrimas de emoción del abuelo
Zacarías; a papá moviendo los brazos como una mariposa al ver a Laura que se
quedaba quieta buscándonos entre la gente...
Había que estimular la relación
social de la niña con juegos, actividades extraescolares, cualquier cosa que
evitara su aislamiento; y como en cualquier niño: rodearla de amor, aliento y
apoyo. Miguel, su profesor, después de aquella tarde en la que la emoción y el
orgullo poblaron mis mejillas, como las de una madre más, abrió la puerta de la
esperanza de par en par. No pude
aplaudir... de verdad que no pude aplaudir cuando acabó la representación,
porque vi la poesía vestida de mariposa agarrada a la manita de sus compañeros.
Mi hija, de cinco años, era la
mejor Poesía de toda una vida.
Las palabras del viento,
así me dijo doña Asunción que se llamaba la finca en la que vivía Morse; estaba
en las afueras de Guijosa, muy cerca de Sigüenza. Como yo tenía que ir a Madrid
a por unos papeles para poder acabar la carrera de Filosofía y letras en
Valencia, me fui con ella dejando a la niña con mis padres y el abuelo. Tenía
mi coche en el taller y Roberto vino con nosotras.
-Con este mes de febrero tan
frío que hace, tu abuelo está mejor en Valencia...
Doña Asunción fue casi todo el
camino hablando sola. Roberto había cambiado su humor y guardaba silencio desde
que se había enterado de que el verdadero motivo de mi viaje era ver a Morse. A
mí me incomodaba su silencio; no lo entendía y me cabreaba. Ya no había nada
entre nosotros... ¿acaso se creía el único hombre sobre la tierra? Si al menos
recordara mis poemas sabría lo que Morse significó para mí... o quizá porque
los recordaba me miraba con esa cara de despecho ¿Despecho...? ¡Valiente
cinismo el suyo, joder!
Siendo consciente de la guerra
silenciosa que se libraba en el interior de su vehículo, doña Asunción siguió
hablando...
-Parece que la tierra era de
unos parientes y la compró a buen precio...
-Ah ¿pero la finca es suya?
–preguntó Roberto.
“¿Y a ti qué te importará?” le
quise contestar, pero en su lugar miré el paisaje y conté hasta diez.
-Sí, claro. Estuve el otro día y
es muy grande, con animales, pero los guardeses me dijeron que Morse estaba en
el campo con el tractor...
-¿Con el tractor?
“Once, doce, trece..."
Llegué agotada y exhausta a
Madrid, como si hubiera hecho un viaje de diez mil kilómetros. Estaba tan
quemada por los celos incongruentes de Roberto y por el tira y afloja que
mantuvo la mitad del camino con doña Asunción, que me fui derecha a la facultad
y quedé al día siguiente con ella en Sigüenza. Necesitaba perderlos de vista, a
los dos.
Después de resolver casi todo el
papeleo y hacer cola en media docena de ventanillas me acerqué a Atocha; cogí
un cercanías hasta Guadalajara. Dormiría en una buena pensión que conocía y
recuperaría fuerzas con su comida y durmiendo. Otro día como aquel y no lo
contaba más.
Me desperté de madrugada. Las cuatro
y cuarto. No conseguía volver a dormirme. Fui a por un vaso de agua, volví
enseguida a la cama y me arrebujé con ganas entre las cálidas mantas ¡hacía
tanto frío!
-¿Estás segura de lo que vas a
hacer? –preguntó mi hermana Isabel.
-Es que no sé lo que voy a
hacer... sólo sé que tengo que verle... ¿está bien la abuela?...
Casi eran las diez de la mañana
cuando llegué a Sigüenza. Un sol helado me abrazó al salir de la estación...
tenía miedo y no sabía de qué. Caminaba con prisa por las calles que habían
acunado nuestro amor oliendo a él, todo olía a él. El aroma de la alameda, las
Ursulinas allí al fondo, el pequeño cine club, la habitación del adiós, mi pelo
enredado entre sus dedos... y había vuelto. Morse caminaba de nuevo aquellas
calles.
Había quedado en el colegio san
José con doña Asunción, trabajaba allí desde que había muerto su tío don Cosme.
No me pudo acompañar a la finca pero me dejó su coche. Estaba tan nerviosa que
se me caló tres veces al arrancarlo.
Un indicador de metal oxidado me hizo frenar
de golpe cuando iba por la carretera que llevaba a Guijosa. Finca Las palabras del viento, ponía. Las
palabras van sobre el viento, recordé... ¡pero no te lo crees!, me había dicho
entonces.
Cerré los ojos y apoyé la frente
en el volante.
“¡Ay Dios! ¿Qué estoy haciendo?
¡Éramos unos niños!”
Respiré una eternidad inmóvil,
dudando de todo.
“¿Y si está casado?”
Un mirlo se posó en el capó del
coche.
“Si fue a casa de mi abuela fue
por algo, ella no me diría que me quiere si no estuviera segura”.
Y recordé sus últimas palabras...
Pisé el embrague y metiendo la
primera giré hacia donde señalaba el indicador.
Podaba unos rosales que había en
la parte delantera de una enorme casa blanca cuando le vi. Paré el coche en
frente de la casa, pero fui incapaz de moverme.
Morse hizo visera con su mano izquierda
para resguardar los ojos del sol mientras miraba hacia el coche. Cogió una
chaqueta que había sobre un banco de madera en el porche y caminó hacia mí.
Se quedó clavado en el suelo a
dos metros de distancia, por lo que supuse que hasta ese momento no había
sabido que era yo. Nos mirábamos como dos mimos estáticos sobre un suelo sin
fondo. Un abismo me tragaba. La última vez que le había visto era un jovencito
vestido de rebeldía y miedo ante el ejército, el hombre que me miraba ahora,
con esa furia de nostalgia en los ojos, me hacía temblar. No pude seguir
mirándole, sentía a mi corazón latir con desespero y salí del coche antes de
marearme.
-¿Has venido sola? –preguntó
poniéndose la chaqueta.
En eso no había cambiado,
nuestros saludos se hacían invisibles por los nervios.
-Sí, Laura está en Valencia, tenía
colegio.
-¿Y tu marido?
-No estoy casada, Morse, nunca
lo he estado.
-Bueno, el padre de tu hija...
es lo mismo.
-El padre de Laura es el marido
de doña Asunción
-¿Qué...?
No debí contárselo así sino con
más delicadeza, pero me sentía una niña torpe e insegura a su lado, no podía
evitarlo. Tardé en explicárselo bien y adivinó enseguida que mi hija era lo más
importante en mi vida...
-¿Y tú? –pregunté apoyándome en el coche-, ¿te has casado?
-Sí... murió hace dos años –dijo
mirando al vacío-, por eso regresé a España.
Oí quebrarse en añicos a la más
frágil flor de cristal y cerré los ojos.
-¿Tomamos un café y hablamos?
–preguntó Morse poniendo su mano en mi hombro.
-Sí... claro –asentí sonriendo
mientras le miraba.
1 comentario:
escribir el último capítulo de una novela es... acabar de pintar un cuadro, acabar y empezar la mayor fiesta del mundo. Una alegría y tristeza infinita. Cuando ves que todo tiene sentido, acaba de nacer tu hijo.
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