-Adivina, adivinanza
–dije mientras acababa de hilvanar una camisa- ¿cuál es el ave que pone en la
paja?
-¡La gallina! –dijo
Anita levantando la vista del bordador.
-Mierda para quien
lo adivina –le dije soltando una carcajada; siempre picaba.
-A ver, chica lista,
si sabes ésta –me dijo Tomás desde el final de la clase- Entre dos piedras
feroces sale un hombre dando voces, ¿qué es?
-¡Un cuesco!
–contestó Morse al verme hacer el gesto de que no lo sabía.

Toda los alumnos
estallamos en carcajadas y doña Asunción entró pidiendo silencio. De nuevo se
fue y las chicas nos quedamos cosiendo mientras los chicos apretaban los
tornillos de algunas sillas.
Cinco minutos
después me llamaron para que saliera al pasillo. Don Cosme estaba allí, su
sobrina puso una mano sobre mi hombro.
-¿Pasa algo?
–pregunté.
-Merceditas, hija,
tu abuela... –balbuceó en un susurro el señor cura.
-Mercedes, a tu
abuela la han tenido que llevar a Guadalajara, al hospital -dijo doña Asunción.
-¿Por qué? –volví a
preguntar.
-No es grave, cariño
–me decía la maestra a la vez que acariciaba mi pelo-, bueno, mejor es que
sepas que sí es grave.
Cuando a doña
Asunción y a su tío se le serenaron las ideas, pudieron decirme que habían
encontrado a mi abuela inconsciente en el huerto. Tenía la boca torcida y el
médico creía que había sufrido una trombosis.
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Hospital Provincial, siglo XIX |
-¿Una qué?
–pregunté.
-Que se le ha
paralizado medio cuerpo –dijo don Cosme.
-¡Ay, tío, por Dios,
que todavía no lo sabemos! Mira, Mercedes, hasta que traigan a tu abuela del
hospital te quedarás en mi casa ¿te parece bien?
-Lo que usted diga,
doña Asunción.
A la semana de estar
mi abuela ingresada fui a verla con la maestra. Como me habían dejado allí unos
días al empezar el curso para descubrir lo de la anemia que había vuelto, fui
muy confiada.
Pero aquello había cambiado mucho, ya no olía a inyección ni había largos y estrechos pasillos blancos, ahora olía a tristeza, a mucha tristeza, locura y miedo, por lo que caminé hasta llegar a la cama de mi abuela escondida detrás de doña Asunción. Al reparar en mi temor me cogió de la mano.
Pero aquello había cambiado mucho, ya no olía a inyección ni había largos y estrechos pasillos blancos, ahora olía a tristeza, a mucha tristeza, locura y miedo, por lo que caminé hasta llegar a la cama de mi abuela escondida detrás de doña Asunción. Al reparar en mi temor me cogió de la mano.
Nunca había visto
una habitación tan grande como el ayuntamiento llena de camas; todas estaban
ocupadas por mujeres mayores. Unas lloraban, otras vomitaban y algunas dormían,
pero había una que se empezó a reír como una loca despeinada señalándome con el
dedo índice, y a mí se me llenaron los ojos de agua.
La abuela dormía. Su
hermana que estaba junto a ella cuando llegamos, nos dijo que había pasado mala
noche.
Salimos fuera para
no despertarla. La tía Micaela empezó a decirle a la señora maestra que en
cuanto dieran el alta a mi abuela nos iríamos a vivir con ella, a su casa.

-La de tu abuelo Jacinto
–espetó como si escupiera la tía.
-¿Y qué? –volví a
preguntar.
-Pues que tu abuela
ahora tiene que vivir en su casa que es donde vivo yo, porque no puede cuidarse
a sí misma.
-Siempre lo ha hecho
–dije sin saber muy bien de lo que hablaba.
-¿Pero qué leches le
habéis contado a ésta niña que le ha pasado a mi hermana? –preguntó bruscamente
la tía mirando a la maestra.
-Un poco... muy
poco, no queríamos preocuparla –respondió ésta.
-¿No quería
preocupar a la niña?, ¿pero usted se oye? Con razón mi pobre hermana decía que
estaba rodeada de atontaos –y
agarrándome de un brazo me dijo–, escúchame bien, María de las Mercedes, a tu
abuela se le ha paralizado medio cuerpo, ya no puede andar y de momento,
tampoco hablar...
La señora maestra
colocó su mano sobre mi hombro.
-Pero yo la puedo ayudar
hasta que se ponga bien, dejaré el colegio si es preciso... –dije antes de
ponerme a llorar por la cara de enfado que tenía la tía y por no entender que
mi abuela ya no pudiera andar y de momento, tampoco hablar.
-Será preciso porque
te vienes conmigo y con tu abuela a Pelegrina, yo sola no puedo ocuparme de
todo.
-Micaela, no creo
que...
-Usted aquí no tiene
ni voz ni voto, señá maestra, por
mucho que la agradezca que se quede con la niña unos días más –decía la tía-, todo
está decidido, y ahora vamos a despertar a mi hermana para que vea a su nieta.
Y tú –dijo mirándome y alargándome un pañuelo blanco-, límpiate esas lágrimas y
suénate los mocos.
Mi abuela salió del
hospital recién estrenada la primavera del 66. Una ambulancia la llevó hasta la
casa donde había nacido, su hermana venía con ella.
Yo había llegado
aquel mismo día por la mañana a Pelegrina, y aunque Morse, su padre, la señora
Angustias, don Cosme y la maestra estaban conmigo, me sentí perdida y quise no
conocerlas cuando las vi llegar. Ni siquiera sabía por qué había una vieja
maleta de madera con todas mis cosas en el pasillo de casa de mi tía.
A la abuela la
sentaron en una silla con ruedas, que había traído el padre de Morse de
Sigüenza, después de bajarla entre todos de la camilla que sacaron de la
ambulancia. Don Cosme colocó un tablón encima de los dos escalones que
precedían a la puerta de la casa, y después, empujando la silla, pasó sobre
ellos. La tía despidió a los de la ambulancia y me ordenó que entrara en la
casa para acostar a mi abuela. Se negó a que nos ayudara nadie y echó a cada
uno a su casa, y a Dios a la de todos.
Miré a Morse
mientras apretaba con fuerza el dobladillo de mi delantal nuevo, pero le vi
torcer la esquina de la plaza sin despedirse de mí. Me mordí los labios para no
llorar y la señora maestra me besó en la frente diciendo que ella arreglaría
todo.
-¡María de las
Mercedes, cierra la puerta y ven ya! –voceó la tía desde la alcoba que había al
lado de la cocina-, hay que acostarla antes de que venga don Justino y la Fernanda.
Don Justino era el
médico que visitaba Pelegrina, sabía quien era ya que también iba a mi pueblo,
pero a Fernanda, aunque había oído hablar de ella, no la conocía. Me intrigó
como nada el oír a mi abuela alguna vez hablar de las hijas de leche de su
hermana. Cuando me di cuenta de que no había insultado a nadie, supe que las
hijas de leche de la tía eran unas mellizas que había amamantado y casi criado.
Lo que no supe es cómo lo hizo porque aunque tenía buenas tetas, nunca estuvo
casada y por lo tanto no había podido tener hijos. Doña Asunción me había
explicado lo que era un ama de cría, pero que para tener leche en los pechos
había que parir. Entonces le dije a la abuela que, la tía para poder amantar a
sus hijas de leche, había tenido que tener un hijo. La colleja que me arreó
acto seguido casi acabó con mi intriga, y de cuajo con toda confidencia.
Después de acostar a
la abuela y verla cerrar los ojos, la tía y yo fuimos a preparar un pequeño
cuarto que había en la cámara. Cuando acabó de hacer la cama, bajó a la cocina
a preparar unas sopas de ajo para comer. Oí llegar al médico y a Fernanda, pero
no me apresuré en bajar. Mi cuaderno de poesía entre las manos e intentar
adivinar por qué Morse había olvidado despedirse de mí, podían más que mi
curiosidad por todas las hijas de leche del mundo.
Le veía desaparecer
torciendo la esquina de la plaza sin despedirse una y otra vez, una y otra vez.
Apreté el cuaderno
sobre mi pecho y cerré los ojos, y sólo entonces me di cuenta de que yo no
habría podido decirle adiós sin ponerme a llorar... quizá a él le había pasado
lo mismo.
Sin pensarlo busqué
una hoja en blanco, cogí el lapicero del fondo de la maleta y escribí:
No importa que la
vida juegue a separarnos
mientras piense en
ti
estarás dentro de
mí.
1 comentario:
La trombosis de la abuela trajo nuevos personajes, sabía bien que era la forma de convertirla en humana, poco a poco.
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