Jacinto olvidándose de coger leña montó de un salto en la yegua parda
y corrió como alma que lleva el diablo hacia su casa. Se oían los cañonazos de
Sigüenza. De dos en dos subió las escaleras que conducían a la cámara
esquivando el terror de su familia. Aún se acordaba, lo hizo durante años
cuando era niño. Entre telarañas vio el viejo baúl de madera. Lo abrió con
prisa. Allí estaba... la cogió y salió corriendo hacia la plaza.
Cuando Bernarda oyó la trompetilla del pregonero no la supo
distinguir entre aquel ruido, olor y pánico a guerra. Los animales estaban
demasiado nerviosos, y su hermana, Fernanda, Juanito, la niña y ella escondidos
en la cuadra junto a ellos. Al ver a su marido corriendo de aquella forma se
había asustado más si cabe, pero nunca supuso que iba a echar un pregón. La
trompetilla seguía sonando con insistencia. Nadie acudía al reclamo para escucharle,
los cañonazos y el humo que salían de Sigüenza habían paralizado a todo un
pueblo. El miedo a morir sin saber por qué llenaba las calles desiertas. Pero
Jacinto seguía tocando, cada vez más fuerte....
-Voy a ver qué pasa antes de que me lo maten –dijo Bernarda saliendo
de debajo del pesebre-, cuida de todos y que no se mueva nadie de aquí –le pidió
a su hermana que abrazaba a la pequeña Alicia para que dejara de llorar.
Según iba llegando a la plaza vio al Satur que también se acercaba, a
Samuel el argentino en una esquina, y hasta a don Perico, el maestro
republicano. Después llegó la mujer del cartero con un niño en brazos que no
soltaba un biberón vacío y otro agarrado de una mano como si le fuera la vida
en ello; luego vio a su marido junto al señor alcalde...
-Vamos hacer un refugio y necesito la ayuda de todos –dijo Jacinto-,
yo pongo la tierra.
-¿Una nave para refugiarnos? –preguntó el alcalde ante lo que le
parecía insulso.
-No, un refugio bajo tierra para huir de las bombas.
-¿Y eso por qué, listo? –preguntó alguien.
-Porque todos tenemos miedo, seamos de derechas o de izquierdas,
estemos con la República
o no una bomba te mata igual...
-Sí claro, un refugio porque lo dice uno de derechas y sólo para los
ricos.
-¡He dicho que el refugio será para todos! –le cortó de mala forma
Jacinto-. Y el que quiera discutir de política discute fuera... y el que se
quiera matar se mata fuera.
-¿Qué está pasando en Sigüenza, Jacinto? –preguntó don Perico
-Sigüenza está casi en ruinas por el bombardeo del otro día... y
ahora... –contestó mordiéndose los labios-, me han dicho hace un rato que los
rebeldes o las tropas de Franco han sitiado la catedral, están disparando sus
cañones contra ella... y dentro hay más de setecientos civiles... mujeres y
niños casi todos.
-Quien pueda manejar una pala que me siga –gritó Bernarda rompiendo a
llorar.
Al final no hubo que cavar ni usar ninguna tierra de Jacinto, con los
ánimos más sosegados, aunque con más miedo que nunca decidieron adecentar una
enorme bodega que la familia de la señora Angustias tenía en la entrada del
pueblo, junto a una pared de rocas. Era mucho más fácil y rápido. También se
había hablado de una de las muchas cuevas escondidas entre las montañas, pero
echarse todo un pueblo al monte era abandonar trabajos, el campo, los niños la
escuela. Desquiciados ante la matanza de Sigüenza estaban todos, ahora con el
asedio a la catedral empezaban a comprender que muy pocos sobrevivirían a la
crueldad de una guerra, pero don Perico aún podía pensar sin miedo.
Tenía una fe ciega en la
República , ni por un momento dudó que la paz volvería por la
vía del conocimiento y la cultura... sólo hay que mitigar el alzamiento,
aplacar a los rebeldes. “Éste no vio a los borregos hijos de puta que conducían
los aviones el día del bombardeo”, decía Bernarda.
De él fue la idea de la bodega hasta que se silenciaran los vientos
de guerra...
Dos días les llevó construir una escalinata de piedra para acceder a
la abandonada bodega, surtirla de más de veinte camastros de paja, multitud de
mantas viejas y docenas de pellejos de piel de cordero para abrigarse. La comida
tampoco les faltó, ni una buena provisión de agua ni de velas.
El martes trece de octubre cuando el cañoneo y fuego de fusilería
volvieron a escucharse en Sigüenza, y su
humo lo cubrió todo de terror, casi todas las familias del pueblo corrieron al
refugio. Don Perico llevaba algunos libros para entretener a los niños y un
buen candil para él solo, y Jacinto... Jacinto no estaba. Había corrido como
los demás, pero en dirección contraria.
Dentro del refugio y después de acomodar a Juanito en un camastro
lejos de Sergio, el hijo de la señora Angustias, Bernarda, toda vestida de
luto, no dejaba de mirar hacia la puerta con su hija en brazos. Los últimos
días volvían a convertir todo en pesadilla, desde el jueves ocho que había
comenzado el asedio a la catedral, Jacinto iba todos los días a Pelegrina, a
por leña. Pero nunca traía...
La puerta del refugio se abrió y Bernarda se puso de pie mientras
veía bajar por las escaleras a Encarna, la mujer de Zacarías, con dos niños de
la mano. Quizás iba a decir algo, protestar seguramente, pero se contuvo al ver
a Jacinto ayudar a dos ancianos muertos de miedo entrar en el refugio. Dejó a
la niña en el suelo y corrió a ayudar a su marido. Eran los padres de Zacarías,
temblaban tanto que apenas podían andar. Los acomodaron y subieron a descargar
el carro de provisiones que traían.
-¿Cómo se te ocurre traerlos estando mi hermana aquí, Jacinto?
–preguntó Bernarda retirando la lona del carro.
-Tu hermana ya es mayorcita y aquello fueron chiquilladas –contestó
encendiendo un cigarro- . Bernarda... los dos hijos de ese matrimonio están en
Sigüenza..
-No digas tonterías.
-Gerardo se unió a las milicias la semana pasada y ahora está dentro
de la catedral
-¿Y el Zacarías? –preguntó la mujer olvidándose de las provisiones.
-Se fue allí cuando comenzó el asedio... me pidió que cuidara de su
familia.
-¡Joder! Venga, vale, no te preocupes que el refugio es mú grande –cogió
el cigarro de su marido para darle una calada-. ¿Y no se sabe ná de él?
-No, de Zacarías no... lo tiene que estar pasando muy mal si aún está
vivo... porque algunos, muy pocos, que han logrado escapar de la catedral dicen
que van a morir los setecientos civiles... si no los mata un derrumbe morirán
de hambre... llevan allí seis días sin nada que comer.
A veces, muy pocas veces, a Bernarda la enseñaron que sólo se podía
rezar.

Sólo los niños rodeaban a don Perico, pero le escuchaban todos...
<<...dicho esto, Phileas Fogg se levantó, tomó su sombrero con
la mano izquierda, lo colocó en su cabeza mediante un movimiento automático, y desapareció sin
decir palabra.
Picaporte oyó por primera vez
el ruido de la puerta que se cerraba; era su nuevo amo que salía... >>
Bernarda buscó con la mirada a la pequeña Alicia, no la vio hasta que
se fijó en los niños que habían entrado con Encarna.
-Estaba llorando hasta que la cogió mi hijo Álvaro y se la llevó con
los otros niños –le dijo ésta arrimándose a ella-. Muchas gracias, Bernarda... muchas
gracias por haber mandado a tu marido a buscarnos.
Don Perico siguió leyendo un rato más y luego se puso a jugar con los
más pequeños a la gallinita ciega. Los niños reían entusiasmados al ver al
señor maestro con los ojos tapados por un pañuelo intentando cogerlos.
Aquellas risas inocentes
suavizaron el terror de los mayores cuando llegó la noche. Una noche que escribía la oscuridad con la sangre de todos.
suavizaron el terror de los mayores cuando llegó la noche. Una noche que escribía la oscuridad con la sangre de todos.
Al día siguiente, mientras Fernanda ayudaba a dar el desayuno a los
trillizos del argentino, saliendo de su letargo tras la muerte de su hermana y
los niños del hospicio, llamaron con insistencia a la puerta del refugio. Los
hombres se habían ido a trabajar y allí sólo quedaban mujeres, niños y
ancianos; hasta el maestro se había ido a arreglar su huerta. Volvieron a
llamar. El silencio y el miedo se hicieron de plomo en la enorme bodega.
-Soy Tomás... el cabrero.
Bernarda subió las escaleras corriendo y abrió la puerta. Retrocedió
ante la sangre que manaba de su cabeza y el horror que gritaban sus ojos, pero
le sujetó antes de que cayera al suelo. Entre dos mujeres le bajaron al
refugio. Le tumbaron en un camastro y Fernanda limpió sus heridas. No había
llegado a perder el conocimiento y entre el llanto comido por la pena supieron
que habían ido a reclutar a su hijo, no le encontraron porque estaba en el
monte con las cabras... y la emprendieron a golpes contra él después de violar
a su hija mayor delante de sus hermanas.
-Estaban borrachos... estaban borrachos los hijos de puta porque no
llegan los refuerzos a Sigüenza –gritó empezando a vomitar.
Encarna había comenzado a jugar con los chiquillos al corro
obligándoles a cantar alto para no escuchar, pero casi todos cantaban llorando.
1 comentario:
Berenjenal.- dícese del terreno para plantar berenjenas.
NO.
Berenjenal.- dícese de los líos en los que se mete María narro cuando está sola.
pero el resultado fue un capítulo tan emocionante como crudamente bello y fuerte... que mereció la pena exprimirme.
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