Silencios contados a media voz. Sonrisas
quietas en labios mudos. La historia de una vida y de las vidas que acompañaron
a ésta. La historia de mis gentes, de nuestras gentes, de una guerra entre
hermanos. Historias de la historia trazadas con una pluma ágil, costumbrista,
tan experimentada y precisa como lo es la de los mejores narradores
contemporáneos. Todo eso y más es, Las palabras del viento, de María Narro. Una
obra que, sin lugar a dudas, se merece un puesto destacado en nuestra narrativa
contemporánea. Una historia que te arrancará sonrisas, lágrimas y admiración,
como suele hacerlo un trabajo preciso y lleno de magia”
Antonia J
Corrales. Escritora y Correctora
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Fue un amago de Guernica, lo has hecho de maravilla. Con esa sensibilidad
que roza el dolor sin perder la sonrisa. Sigüenza se merece un sitio en la
historia que le corresponde.
Y tú la has colocado donde se
merece...
Almudena (Madrid)

La novela...

La novela...
(cada capítulo lleva nombre de mujer)

25 sept 2015

Bernarda Alba (2 -I)


Llegaría hasta lo más alto, cogería aquel nido de urracas con sus propias manos.

-¡Que te vas a caer! -gritaba Anastasia mientras se acercaba a grandes zancadas a la noguera para bajar de ella a su asilvestrada hija.

-Te ato, te juro que la próxima vez te ato -seguía diciendo mientras la guiaba a empujones hacia el melonar-. Madre ya no está pa estos trotes y la Micaela sa quedaó en la escuela, ¡me cagoen la leche! Y aún dice el señor cura que tenis que aprender a leer y escribir... pa qué, eh, pa qué si un día te vas a abrir la cabeza sino te la abro yo antes.

 Bernarda llegó a la tierra cuando comenzaba el siglo que llevaría al hombre a la luna. Podía haber aterrizado en cualquier otro sitio, pero el destino quiso que lo hiciera en un pequeñísimo pueblo de la provincia de Guadalajara situado al pie de Sigüenza, Pelegrina.
 Sus padres entraban ya en la vejez, mas los caminos del Señor son misteriosos y cuando ya soñaban con que su única hija les cuidaría, he aquí que se presenta otra mocosa a quien criar y vuelta a empezar. Y sólo por un revolcón rápido sobre la paja emulando los años de juventud.... ¡en verdad que los caminos...!

-En verdad que los caminos del Señor -gritaba don Catalino desde lo alto del púlpito- son misteriosos, las tardías heladas han arruinado la cosecha y cuando más desesperados teníamos que estar, Él nos premia con una nueva vida. Una nueva vida que llenará de ternura todos los corazones. Procedamos, pues, a bautizar a la pequeña. ¿Cómo has dicho que se va a llamar, Chencho? -preguntó el señor cura.
-Bernarda Alba -respondió el padre.
-Bernarda Alba Pérez -apuntó la jovencita que sostenía a la niña en brazos.

Durante sus primeros años de vida, la pequeña de los Alba no supo bien quien era su madre, si Micaela a quien llamaba madrina y le preparaba las sopas de aceite con azúcar que tanto le gustaban, o bien, aquella otra mujer vestida de negro que siempre gritaba.
A su padre, sin embargo, le conoció enseguida porque le gustaba mucho reír.
Bernarda adoraba las noches en las que, al amor de la lumbre, su padre le contaba cómo el abuelo Jesús había luchado contra los franceses cuando destruyeron el castillo de los obispos; cómo por combatir como un héroe le habían regalado tres cerdos y una pareja de borriquillos...

-A mamporrazo limpio... primero uno y luego otro... y toma, y toma... Tinías que haberle visto contándolo, Bernardilla -decía Inocencio entre risas, excitado por los recuerdos.
-Padre, pero... ¿por qué dice quel Bonaparte se llama como el generalo de los franceses?
-Porque el generalo se llamaba asin y el Bonaparte es hijo de aquellos borriquillos que le regalaron los franceses al abuelo Jesús.
-No lo entiendo... –decía la pequeña Bernarda mirando fijamente la lumbre que iluminaba el hogar y viendo en ella a su abuelo luchando contra el mismísimo Napoleón para que no le robara el nombre a su burro-, entonces... ¿por qué dice la madrina quel generalo se llamaba don Napoleón Buenaspartes? No creo yo que don Napoleón quisiera más nombres... amás, seguro que era rico.
-Mira, hija... yo pa algunas cosas soy igsnorante porque no fui a la escuela, pero sé que el burro Bonaparte tiene más de francés que de españolo -y apurando el vino del porrón, le dijo a la chiquilla mientras caminaba hacia la cama arrastrando los pies-, sólo tienes que ver lo siñoritongo que es. Buenas noches, Bernardilla.

Cuando su padre se olvidó del porrón y buscó, escopeta en mano, al Zacarías por todo el pueblo, su madre a llorar por los rincones y la madrina a engordar, ella aún no había cumplido los siete años.
Bernarda no sabía muy bien cuál era el castigo que les enviaba el Señor, pero sí temía que aquel castigo llevase a madre a la tumba como le repetía tantas y tantas veces su padre. Y el fatal temor se cumplió antes de que su hermana pariera.

A partir de que su madre faltó, la pequeña Bernarda tuvo que hacerse mayor. Micaela contrajo una extraña enfermedad de tristeza y no se tenía en pie, su padre vivía entre las cortes y la bodega del Saturnino, y ella aseaba y cuidaba la casa y a Bonaparte. La señora Vicenta, hermana de don Catalino, ayudaba a la niña en sus tareas de cocinera y había prometido hacerse cargo del parto.
Los padres de Zacarías habían negado una y otra vez que la tripa de Micaela fuera obra de su hijo, aunque reconocieron que de pequeños pudieron ser novietes ya que siempre estaban juntos, las cosas habían cambiado tajantemente desde que el niño estaba en el Seminario de Sigüenza. Eso decían los padres del chaval, nada les importó que la jovencita jurara que no conocía más varón que a su hijo.
 
Vicenta cumplió la promesa que le había hecho a Inocencio y asistió a su hija mayor en el parto, y aunque cuando su nieto suplantó los llantos de su madre y su tía hubo alegría en su corazón, pronto el silencio y después el vacío volvieron a presidir su alma. El bebé había dejado de respirar al poco de nacer.

-Ha sido mejor así –le dijo la señora Vicenta- el niño no venía entero, jamás hubiera sido una persona normal, ahora deje usted a la Micaela llorar hasta que se recupere, mientras, le traemos a las mellizas de la Pilara pa que las amamante y se gane unos dineros. Yo me seguiré ocupando de enseñar a la Bernarda a ser una buena cocinera, tú no te preocupes por ná.

De camino a la bodega Inocencio Alba respiraba tristeza. Pero no porque el niño hubiera muerto ya que si era deforme había pasado lo que tenía que pasar, mejor eso que tenerlo toda la vida escondido y alimentado, sino porque el niño hubiera sido justamente eso, un niño. Y no como él que sólo había sido capaz de engendrar dos hijas, sanas, robustas y brutas, pero niñas al fin y al cabo.

Mas el vino del Saturnino le ayudó a olvidar las penas y a darse cuenta que, ¡de menuda se había librado!

1 comentario:

María Narro dijo...

Echar las raíces de la abuela fue tan increíblemente precioso como divertido.
Tomar prestado el nombre del personaje de LORCA, un guiño a la Literatura.