Llegaría hasta lo
más alto, cogería aquel nido de urracas con sus propias manos.
-¡Que te vas a caer!
-gritaba Anastasia mientras se acercaba a grandes zancadas a la noguera para
bajar de ella a su asilvestrada hija.
-Te ato, te juro que
la próxima vez te ato -seguía diciendo mientras la guiaba a empujones hacia el
melonar-. Madre ya no está pa estos
trotes y la Micaela
sa quedaó en la escuela, ¡me cagoen la leche! Y aún dice el señor
cura que tenis que aprender a leer y
escribir... pa qué, eh, pa qué si un día te vas a abrir la
cabeza sino te la abro yo antes.

Bernarda llegó a la tierra cuando comenzaba el
siglo que llevaría al hombre a la luna. Podía haber aterrizado en cualquier
otro sitio, pero el destino quiso que lo hiciera en un pequeñísimo pueblo de la
provincia de Guadalajara situado al pie de Sigüenza, Pelegrina.
Sus padres entraban ya en la vejez, mas los
caminos del Señor son misteriosos y cuando ya soñaban con que su única hija les
cuidaría, he aquí que se presenta otra mocosa a quien criar y vuelta a empezar.
Y sólo por un revolcón rápido sobre la paja emulando los años de juventud....
¡en verdad que los caminos...!
-En verdad que los
caminos del Señor -gritaba don Catalino desde lo alto del púlpito- son
misteriosos, las tardías heladas han arruinado la cosecha y cuando más desesperados
teníamos que estar, Él nos premia con una nueva vida. Una nueva vida que
llenará de ternura todos los corazones. Procedamos, pues, a bautizar a la
pequeña. ¿Cómo has dicho que se va a llamar, Chencho? -preguntó el señor cura.
-Bernarda Alba -respondió
el padre.
-Bernarda Alba Pérez
-apuntó la jovencita que sostenía a la niña en brazos.

A su padre, sin embargo, le conoció enseguida porque le gustaba mucho reír.
Bernarda adoraba las
noches en las que, al amor de la lumbre, su padre le contaba cómo el abuelo
Jesús había luchado contra los franceses cuando destruyeron el castillo de los
obispos; cómo por combatir como un héroe le habían regalado tres cerdos y una
pareja de borriquillos...
-A mamporrazo
limpio... primero uno y luego otro... y toma, y toma... Tinías que haberle visto contándolo, Bernardilla -decía Inocencio
entre risas, excitado por los recuerdos.
-Padre, pero... ¿por
qué dice quel Bonaparte se llama como
el generalo de los franceses?

-No lo entiendo...
–decía la pequeña Bernarda mirando fijamente la lumbre que iluminaba el hogar y
viendo en ella a su abuelo luchando contra el mismísimo Napoleón para que no le
robara el nombre a su burro-, entonces... ¿por qué dice la madrina quel generalo se llamaba don Napoleón Buenaspartes? No creo yo que don Napoleón quisiera más nombres... amás, seguro que era rico.
-Mira, hija... yo pa algunas cosas soy igsnorante porque no fui a la escuela, pero sé que el burro
Bonaparte tiene más de francés que de españolo
-y apurando el vino del porrón, le dijo a la chiquilla mientras caminaba hacia
la cama arrastrando los pies-, sólo tienes que ver lo siñoritongo que es. Buenas noches, Bernardilla.
Cuando su padre se
olvidó del porrón y buscó, escopeta en mano, al Zacarías por todo el pueblo, su
madre a llorar por los rincones y la madrina a engordar, ella aún no había
cumplido los siete años.
Bernarda no sabía
muy bien cuál era el castigo que les enviaba el Señor, pero sí temía que aquel
castigo llevase a madre a la tumba como le repetía tantas y tantas veces su
padre. Y el fatal temor se cumplió antes de que su hermana pariera.
A partir de que su
madre faltó, la pequeña Bernarda tuvo que hacerse mayor. Micaela contrajo una
extraña enfermedad de tristeza y no se tenía en pie, su padre vivía entre las cortes y la bodega del Saturnino, y
ella aseaba y cuidaba la casa y a Bonaparte. La señora Vicenta, hermana de don
Catalino, ayudaba a la niña en sus tareas de cocinera y había prometido hacerse
cargo del parto.
Los padres de
Zacarías habían negado una y otra vez que la tripa de Micaela fuera obra de su
hijo, aunque reconocieron que de pequeños pudieron ser novietes ya que siempre
estaban juntos, las cosas habían cambiado tajantemente desde que el niño estaba
en el Seminario de Sigüenza. Eso decían los padres del chaval, nada les importó
que la jovencita jurara que no conocía más varón que a su hijo.
Vicenta cumplió la
promesa que le había hecho a Inocencio y asistió a su hija mayor en el parto, y
aunque cuando su nieto suplantó los llantos de su madre y su tía hubo alegría
en su corazón, pronto el silencio y después el vacío volvieron a presidir su
alma. El bebé había dejado de respirar al poco de nacer.
-Ha sido mejor así
–le dijo la señora Vicenta- el niño no venía entero, jamás hubiera sido una
persona normal, ahora deje usted a la Micaela llorar hasta que se recupere, mientras,
le traemos a las mellizas de la
Pilara pa que las
amamante y se gane unos dineros. Yo me seguiré ocupando de enseñar a la Bernarda a ser una buena
cocinera, tú no te preocupes por ná.
De camino a la
bodega Inocencio Alba respiraba tristeza. Pero no porque el niño hubiera muerto
ya que si era deforme había pasado lo que tenía que pasar, mejor eso que
tenerlo toda la vida escondido y alimentado, sino porque el niño hubiera sido
justamente eso, un niño. Y no como él que sólo había sido capaz de engendrar
dos hijas, sanas, robustas y brutas, pero niñas al fin y al cabo.
Mas el vino del
Saturnino le ayudó a olvidar las penas y a darse cuenta que, ¡de menuda se
había librado!
1 comentario:
Echar las raíces de la abuela fue tan increíblemente precioso como divertido.
Tomar prestado el nombre del personaje de LORCA, un guiño a la Literatura.
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