-Tranquilo, Tomás –le dijo Micaela poniendo una mano en su frente-,
voy a por el médico... dime dónde está
tu familia para traerlos aquí.
-La mujer y las chicas están más seguras en el monte con su
hermano... –dijo antes de perder el sentido.
Cuando volvieron los hombres del campo Tomás aún no se había
despertado. El médico había curado sus heridas y le había suministrado un
tranquilizante para que durmiera... Las heridas del alma tardarán en
cicatrizar, dijo antes de irse.
Don Perico, viendo el estado de ánimo de todos, volvió a leer otro
capitulo del libro de Julio Verne, ésta
vez con la pequeña Alicia sentada en sus rodillas ante la mirada enamorada de
su tía...
<<...y maquinalmente hizo sus preparativos del viaje. ¡La
vuelta al mundo en 80 días! ¿Estaba su amo loco? No... ¿era broma? Si iban a
Douvres, bien. A Calais, conforme. En suma, esto no podía contrariar al buen
muchacho que no había pisado el suelo de su patria en cinco años...>>
Jacinto observaba a su hija pasar un dedo sobre las ilustraciones del
libro mientras el maestro leía. Un leve quejido le indicó que el cabrero estaba
despierto. Escuchaba, como todos. Se arrimó a él.
-¿Qué vas a hacer ahora? –le preguntó susurrando.
-Echarme al monte a buscar a mi familia pa escondernos, en cuanto me sujete en pie.
-Pero empieza el invierno...
-Mi chaval sólo tiene diecisiete años... no le criaó pa que me lo maten defendiendo a esos animales... ¿qué harías
tú?
-Quedaos aquí...
-No, Jacinto, eso sería poneros en peligro a todos... buscan a mi
chico y ahora a mí que le estampaó una
silla en la cabeza de un bastardo de esos.
Se mordió los labios mirando al suelo, y ambos hombres siguieron
escuchando...
<<...se publicaron acerca del asunto varios artículos
extremadamente apasionados, pero lógicos. Todo el mundo sabe el interés que se
dispensa en Inglaterra a todo lo relacionado con la geografía...>>
Maravillosa e interesante era la cara de expectación de los niños que
rodeaban al maestro, sobre todo la de los más mayores como Juanito y Sergio. Poco
a poco les iba separando de aquel horror y llevándoles a dar la vuelta al mundo.
Los aplausos de los pequeños
al acabar de leer don Perico sorprendieron a todos.

Viéndola así, Bernarda la agarró de un brazo y se la llevó a los
fogones de casa de la señora Angustias. Estaban preparando un pastel de patata
para cenar. A su hermana no le hizo mucha gracia verla en la cocina, pero
algunos rencores se convierten en banales dentro de una guerra o por el
contrario se transforman en odios irreconciliables. Micaela se
quitó el
delantal y volvió al refugio sin mirar a nadie. Su hermana no quiso darse
cuenta porque esos celos y envidias ya no se sostenían.
Encarna las ayudó a pelar y cortar las rodajas gruesas de patata,
mientras otras hervían la leche ordeñada por la mañana e iban retirando la nata
que se formaba...
Entre todas consiguieron que el gigante pastel estuviera listo para
meter al horno de leña en una hora, justo antes de que varios soldados llegaran
a casa del señor alcalde. Los vieron desde la ventana de la cocina.
-¡Buscamos a Tomás García! –gritaron aporreando la puerta.
El alcalde abrió y les explicó que el cabrero vivía en un caserío según
se iba hacia el molino. Los soldados agradecieron la información, se cuadraron
golpeando su bota derecha con la izquierda y alzando un brazo gritaron: ‘¡Arriba
España!’. Don Tomás no contestó, pero al entrar en su casa bajó todas las
persianas.
Los soldados montaron de un salto en la camioneta sin techo. Abandonaban
ya el pueblo cuando vieron a las mujeres en la ventana. Frenaron de golpe
mientras ellas intentaban esconderse. Llamaron a la puerta con prisa. Encarna
les pidió a las demás que la dejaran a ella y guardaran silencio...
-¿Qué hacen todas esas mujeres aquí? –preguntó gritando un soldado al
abrir la puerta.
-Me acompañan, señor –dijo tosiendo-. Me sa muerto mi gitano de una tos mú
cochina, mi coronel.
El soldado se echó hacia atrás pues la gitana seguía tosiendo.
-Cinco minutos más y cada una se va a su casa –y antes de volver a la
furgoneta la miro, alzó el brazo y gritó: ¡Arriba España!
-Mú arriba, señor, y que
viva España, mi coronel –le dijo tosiendo Encarna.
Cerró la puerta y se apoyó en ella con los ojos nublados de miedo.
Bernarda se acercó y abrazándola volvieron al refugio.
Nadie se creía que los soldados gritaran arriba España a modo de
saludo... a no ser que los nacionales hayan tomado Sigüenza “y por eso bajó las
persianas el alcalde”, dijo Samuel el
argentino. ¿Y la catedral? ¿Qué ha pasado con el asedio? No podía ser, ni
siquiera habían sonado las campanas...
-Eso me dijo mi hermano que hacen las tropas sublevadas cuando toman
un nuevo pueblo –contaba el cabrero mientras se incorporaba en su camastro-. Lo
que está claro es que por vuestra seguridad yo me tengo que ir.
-¡Ni hablar, hasta que no te recuperes! –dijo Jacinto-, aquí no te
van a buscar... Samuel vamos al cuartelillo a ver si sabe algo la Benemérita.
Pero la pareja de Guardias Civiles tampoco sabía nada, o no podían
hablar.
Aquella noche, cuando hacía siete días que había comenzado el asedio
a la catedral, cuando hacía siete días que no sabían nada de Zacarías, sus dos
hijos, Álvaro y Miguel, colocaron sus camastros junto al de su madre y la
abrazaron mientras dormía exhausta de pena. Aquella noche en la que Encarna
creyó que no volvería a ver a su marido nunca más...
A la mañana siguiente los niños volvieron a la escuela después de que
los hombres vieran todo tranquilo desde el campo. Tomás, el cabrero, se marchó
y nadie pudo detenerle. Las personas más ancianas del refugio pudieron salir a
tomar el sol y hasta las gallinas correteaban más contentas de lo normal.
Bernarda y Micaela estaban ordeñando a las cabras y la vaca cuando
oyeron las campanas de Sigüenza. Rápidamente se pusieron de pie asustando a los
animales. Cogieron la leche y volvieron corriendo al refugio olvidándose de
cerrarlos. Todos entraban de nuevo sin saber qué pasaba...
-El cabrero decía que sonarían las campanas cuando los rebeldes
tomaran el pueblo –dijo don Perico.
-A mí hábleme en cristiano porque no me entero de ná –le replicó Bernarda dándose cuenta de que los demás hombres no
habían vuelto-, y esos rebeldes... ¿de qué bando son?
-Son los nacionales.
-¿Y las tropas sublevadas quién son entonces?
-Los mismos.
-Ah... ya... y oiga, señor maestro,
pa entendernos namás... ¿esos son
los buenos o los malos?
-No pueden ser buenos cuando bombardearon Sigüenza y destruyeron el
hospital y el hospicio matando a mi hermana, su hija y a todos los demás...
–contestó Fernanda cerrando la puerta del refugio.
Don Perico también pensaba que eran los malos, pero no se atrevía a
decirlo tan directamente. Si llegaban al pueblo no sabía lo que iba a pasar. Su
plaza de maestro peligraba, eso lo daba por seguro. Pensaba irse a Madrid,
alistarse en el ejército republicano quizá, o en las milicias tal vez, más la
idea de separarse de Micaela no le hacía sonreír.
Ni siquiera había nada entre ellos... el simple juego de miradas
típico de quienes, pese a la edad, siguen siendo unos imberbes adolescentes.
Después de comer, y mientras intentaban dormir un rato, entraron al
refugio el argentino y el Satur gritando que los milicianos se habían rendido y
los setecientos civiles seguían vivos. Los nacionales habían tomado Sigüenza.
Encarna subió corriendo las escaleras y salió a la calle. El sol la deslumbró,
pero enseguida vio el caballo. Antes de montar la asieron de una muñeca.
-¡Déjame, Jacinto, voy a buscarle...! Y a Gerardo también.
-Mi hermano no ha salido aún de la catedral –dijo una voz tan apagada
y débil como amada.
Zacarías estaba sentado en una roca, arropado con una vieja manta y
sin dejar de tiritar. La Guardia Civil
hablaba con él hasta que la vio... Encarna corrió hacia él como si hubiera
vuelto a vivir.
Bernarda, Micaela, Fernanda y don Perico observaban la escena con
lágrimas en los ojos. Lágrimas que desde hacía mucho no eran de dolor. Álvaro y
Miguel subieron después ayudando a sus abuelos mientras las campanas seguían
tocando.
Al día siguiente cuando hubo descansado bien, todos escucharon lo que
le había ocurrido.
“Conseguí entrar en la catedral el día nueve, sabía que había unos
túneles subterráneos... Son muy estrechos, pero pude pasar. Conseguimos que por
allí escaparan algunos hasta que un cañón destrozó el túnel sin saber que existía...”
-Todo el horror que hemos vivido allí... va a ser imposible
olvidarlo... ¡Jamás! –continuaba contando dentro del refugio mientras se dejaba
abrazar por su madre-, tanto frío que hemos pasado... hambre... miedo...
Las campanas volvieron a sonar, pero mucho más cerca, a la vez que
llamaban al refugio gritando: “Abrid, por favor”.
-¡Es Carmina! –dijo Juanito corriendo escaleras arriba.
La hija del alcalde estaba al borde de un ataque de pánico,
balbuceaba más que hablaba. A su padre se lo habían llevado en un camión con
otros republicanos del pueblo. Preguntaba llorando su madre que a dónde se los
llevaban cuando, un soldado, agarrándola del pelo. la llevó a casa del barbero.
-¡Les seguí y vi como le afeitaban toda la cabeza...! Empecé a correr
hacia el molino y al darme cuenta de que ya no me seguían vine aquí.
Juanito y Sergio, los dos hombres de quince años del refugio,
salieron a buscar a la señora Felisa, la
madre de la niña. No hubo forma de impedírselo y Jacinto fue con ellos. Los
niños estaban enamorados de Carmina, y sus amores juveniles buscaban héroes; no
acabar con injusticias.
Oyeron cierto alboroto en la plaza del pueblo y hacia allí fueron. Los
soldados rodeaban a la mujer del alcalde llamándola roja, y alguno la hizo
girar para que enseñara la cruz dibujada en su cabeza. Poca gente había en la
plaza, pero todos se reían de ella... o
se tenían que reír por miedo. Jacinto avisó a los chicos que deberían llamar
roja a la señora Felisa delante de los soldados, después se sentarían a
esperar.
Era humillante el espectáculo, pero bebieron cerveza, escupieron y la
llamaron roja mirando al suelo.

Uno de los pocos republicanos que quedaban en el pueblo, don Perico,
miró a Micaela... y por primera vez se cogieron de la mano.
A las siete y media volvieron a sonar las campanas de la iglesia. Ya
se sabía que los nacionales estaban al mando del pueblo... todos escucharon
inquietos preguntándose qué pasaba.
-Ná... siempre toca así...
una y dos seguidas, una y dos seguidas –decía Bernarda en un hilo de voz
intentando dormir a los trillizos- es la hora del rosario... siempre llama
así... ¡Don Cosme!
No dio tiempo a detenerla, a decirle que era peligroso abandonar el
refugio a esas horas. Bernarda dejó al bebé sobre el camastro y salió corriendo
hacia la iglesia...
1 comentario:
la belleza es cruel, sin duda. Porque esta es uno de los capítulos más bellos y crueles de la novela.
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