Silencios contados a media voz. Sonrisas
quietas en labios mudos. La historia de una vida y de las vidas que acompañaron
a ésta. La historia de mis gentes, de nuestras gentes, de una guerra entre
hermanos. Historias de la historia trazadas con una pluma ágil, costumbrista,
tan experimentada y precisa como lo es la de los mejores narradores
contemporáneos. Todo eso y más es, Las palabras del viento, de María Narro. Una
obra que, sin lugar a dudas, se merece un puesto destacado en nuestra narrativa
contemporánea. Una historia que te arrancará sonrisas, lágrimas y admiración,
como suele hacerlo un trabajo preciso y lleno de magia”
Antonia J
Corrales. Escritora y Correctora
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Fue un amago de Guernica, lo has hecho de maravilla. Con esa sensibilidad
que roza el dolor sin perder la sonrisa. Sigüenza se merece un sitio en la
historia que le corresponde.
Y tú la has colocado donde se
merece...
Almudena (Madrid)

La novela...

La novela...
(cada capítulo lleva nombre de mujer)

14 sept 2015

Bernarda Alba (13 -II)


-Tranquilo, Tomás –le dijo Micaela poniendo una mano en su frente-, voy a por el  médico... dime dónde está tu familia para traerlos aquí.
-La mujer y las chicas están más seguras en el monte con su hermano... –dijo antes de perder el sentido.

Cuando volvieron los hombres del campo Tomás aún no se había despertado. El médico había curado sus heridas y le había suministrado un tranquilizante para que durmiera... Las heridas del alma tardarán en cicatrizar, dijo antes de irse.
Don Perico, viendo el estado de ánimo de todos, volvió a leer otro capitulo del libro  de Julio Verne, ésta vez con la pequeña Alicia sentada en sus rodillas ante la mirada enamorada de su tía...          
 
<<...y maquinalmente hizo sus preparativos del viaje. ¡La vuelta al mundo en 80 días! ¿Estaba su amo loco? No... ¿era broma? Si iban a Douvres, bien. A Calais, conforme. En suma, esto no podía contrariar al buen muchacho que no había pisado el suelo de su patria en cinco años...>>

Jacinto observaba a su hija pasar un dedo sobre las ilustraciones del libro mientras el maestro leía. Un leve quejido le indicó que el cabrero estaba despierto. Escuchaba, como todos. Se arrimó a él.

-¿Qué vas a hacer ahora? –le preguntó susurrando.
-Echarme al monte a buscar a mi familia pa escondernos, en cuanto me sujete en pie.
-Pero empieza el invierno...
-Mi chaval sólo tiene diecisiete años... no le criaó pa que me lo maten defendiendo a esos animales... ¿qué harías tú?
-Quedaos aquí...
-No, Jacinto, eso sería poneros en peligro a todos... buscan a mi chico y ahora a mí que le estampaó una silla en la cabeza de un bastardo de esos.

Se mordió los labios mirando al suelo, y ambos hombres siguieron escuchando...

<<...se publicaron acerca del asunto varios artículos extremadamente apasionados, pero lógicos. Todo el mundo sabe el interés que se dispensa en Inglaterra a todo lo relacionado con la geografía...>>

Maravillosa e interesante era la cara de expectación de los niños que rodeaban al maestro, sobre todo la de los más mayores como Juanito y Sergio. Poco a poco les iba separando de aquel horror y llevándoles a dar la vuelta al mundo.
 Los aplausos de los pequeños al acabar de leer don Perico sorprendieron a todos.

Encarna miraba a sus hijos con pena contenida. No se sabía nada de Zacarías; la catedral seguía rodeada por los nacionales aunque aquel día no se habían oído los cañones. “Cuando lleguen los refuerzos van a morir todos como chinches”, había dicho el cabrero. Y esa sentencia estaba aplastando su corazón. Le matarían... si aún estaba vivo. Ahora eran sus suegros los que la animaban a ella porque ya no podía más.
Viéndola así, Bernarda la agarró de un brazo y se la llevó a los fogones de casa de la señora Angustias. Estaban preparando un pastel de patata para cenar. A su hermana no le hizo mucha gracia verla en la cocina, pero algunos rencores se convierten en banales dentro de una guerra o por el contrario se transforman en odios irreconciliables. Micaela se
quitó el delantal y volvió al refugio sin mirar a nadie. Su hermana no quiso darse cuenta porque esos celos y envidias ya no se sostenían.

Encarna las ayudó a pelar y cortar las rodajas gruesas de patata, mientras otras hervían la leche ordeñada por la mañana e iban retirando la nata que se formaba...
Entre todas consiguieron que el gigante pastel estuviera listo para meter al horno de leña en una hora, justo antes de que varios soldados llegaran a casa del señor alcalde. Los vieron desde la ventana de la cocina.

-¡Buscamos a Tomás García! –gritaron aporreando la puerta.

El alcalde abrió y les explicó que el cabrero vivía en un caserío según se iba hacia el molino. Los soldados agradecieron la información, se cuadraron golpeando su bota derecha con la izquierda y alzando un brazo gritaron: ‘¡Arriba España!’. Don Tomás no contestó, pero al entrar en su casa bajó todas las persianas.

Los soldados montaron de un salto en la camioneta sin techo. Abandonaban ya el pueblo cuando vieron a las mujeres en la ventana. Frenaron de golpe mientras ellas intentaban esconderse. Llamaron a la puerta con prisa. Encarna les pidió a las demás que la dejaran a ella y guardaran silencio...

-¿Qué hacen todas esas mujeres aquí? –preguntó gritando un soldado al abrir la puerta.
-Me acompañan, señor –dijo tosiendo-. Me sa muerto mi gitano de una tos cochina, mi coronel.

El soldado se echó hacia atrás pues la gitana seguía tosiendo.

-Cinco minutos más y cada una se va a su casa –y antes de volver a la furgoneta la miro, alzó el brazo y gritó: ¡Arriba España!
-arriba, señor, y que viva España, mi coronel –le dijo tosiendo Encarna.

Cerró la puerta y se apoyó en ella con los ojos nublados de miedo.
Bernarda se acercó y abrazándola volvieron al refugio.

Nadie se creía que los soldados gritaran arriba España a modo de saludo... a no ser que los nacionales hayan tomado Sigüenza “y por eso bajó las persianas el alcalde”,  dijo Samuel el argentino. ¿Y la catedral? ¿Qué ha pasado con el asedio? No podía ser, ni siquiera habían sonado las campanas...

-Eso me dijo mi hermano que hacen las tropas sublevadas cuando toman un nuevo pueblo –contaba el cabrero mientras se incorporaba en su camastro-. Lo que está claro es que por vuestra seguridad yo me tengo que ir.
-¡Ni hablar, hasta que no te recuperes! –dijo Jacinto-, aquí no te van a buscar... Samuel vamos al cuartelillo a ver si sabe algo la Benemérita.   

Pero la pareja de Guardias Civiles tampoco sabía nada, o no podían hablar.

Aquella noche, cuando hacía siete días que había comenzado el asedio a la catedral, cuando hacía siete días que no sabían nada de Zacarías, sus dos hijos, Álvaro y Miguel, colocaron sus camastros junto al de su madre y la abrazaron mientras dormía exhausta de pena. Aquella noche en la que Encarna creyó que no volvería a ver a su marido nunca más...

A la mañana siguiente los niños volvieron a la escuela después de que los hombres vieran todo tranquilo desde el campo. Tomás, el cabrero, se marchó y nadie pudo detenerle. Las personas más ancianas del refugio pudieron salir a tomar el sol y hasta las gallinas correteaban más contentas de lo normal.
Bernarda y Micaela estaban ordeñando a las cabras y la vaca cuando oyeron las campanas de Sigüenza. Rápidamente se pusieron de pie asustando a los animales. Cogieron la leche y volvieron corriendo al refugio olvidándose de cerrarlos. Todos entraban de nuevo sin saber qué pasaba...

-El cabrero decía que sonarían las campanas cuando los rebeldes tomaran el pueblo –dijo don Perico.
-A mí hábleme en cristiano porque no me entero de –le replicó Bernarda dándose cuenta de que los demás hombres no habían vuelto-, y esos rebeldes... ¿de qué bando son?
-Son los nacionales.
-¿Y las tropas sublevadas quién son entonces?
-Los mismos.
-Ah... ya... y oiga, señor maestro, pa entendernos namás... ¿esos son los buenos o los malos?
-No pueden ser buenos cuando bombardearon Sigüenza y destruyeron el hospital y el hospicio matando a mi hermana, su hija y a todos los demás... –contestó Fernanda cerrando la puerta del refugio.

Don Perico también pensaba que eran los malos, pero no se atrevía a decirlo tan directamente. Si llegaban al pueblo no sabía lo que iba a pasar. Su plaza de maestro peligraba, eso lo daba por seguro. Pensaba irse a Madrid, alistarse en el ejército republicano quizá, o en las milicias tal vez, más la idea de separarse de Micaela no le hacía sonreír.
Ni siquiera había nada entre ellos... el simple juego de miradas típico de quienes, pese a la edad, siguen siendo unos imberbes adolescentes.

Después de comer, y mientras intentaban dormir un rato, entraron al refugio el argentino y el Satur gritando que los milicianos se habían rendido y los setecientos civiles seguían vivos. Los nacionales habían tomado Sigüenza. Encarna subió corriendo las escaleras y salió a la calle. El sol la deslumbró, pero enseguida vio el caballo. Antes de montar la asieron de una muñeca.

-¡Déjame, Jacinto, voy a buscarle...! Y a Gerardo también.
-Mi hermano no ha salido aún de la catedral –dijo una voz tan apagada y débil como  amada.

Zacarías estaba sentado en una roca, arropado con una vieja manta y sin dejar de tiritar. La Guardia Civil hablaba con él hasta que la vio... Encarna corrió hacia él como si hubiera vuelto a vivir.
Bernarda, Micaela, Fernanda y don Perico observaban la escena con lágrimas en los ojos. Lágrimas que desde hacía mucho no eran de dolor. Álvaro y Miguel subieron después ayudando a sus abuelos mientras las campanas seguían tocando.
 
Al día siguiente cuando hubo descansado bien, todos escucharon lo que le había ocurrido.

“Conseguí entrar en la catedral el día nueve, sabía que había unos túneles subterráneos... Son muy estrechos, pero pude pasar. Conseguimos que por allí escaparan algunos hasta que un cañón destrozó el túnel sin saber que existía...”

-Todo el horror que hemos vivido allí... va a ser imposible olvidarlo... ¡Jamás! –continuaba contando dentro del refugio mientras se dejaba abrazar por su madre-, tanto frío que hemos pasado... hambre... miedo...

Las campanas volvieron a sonar, pero mucho más cerca, a la vez que llamaban al refugio gritando: “Abrid, por favor”.

-¡Es Carmina! –dijo Juanito corriendo escaleras arriba.
La hija del alcalde estaba al borde de un ataque de pánico, balbuceaba más que hablaba. A su padre se lo habían llevado en un camión con otros republicanos del pueblo. Preguntaba llorando su madre que a dónde se los llevaban cuando, un soldado, agarrándola del pelo. la llevó a casa del barbero.

-¡Les seguí y vi como le afeitaban toda la cabeza...! Empecé a correr hacia el molino y al darme cuenta de que ya no me seguían vine aquí.

Juanito y Sergio, los dos hombres de quince años del refugio, salieron a buscar a  la señora Felisa, la madre de la niña. No hubo forma de impedírselo y Jacinto fue con ellos. Los niños estaban enamorados de Carmina, y sus amores juveniles buscaban héroes; no acabar con injusticias.

Oyeron cierto alboroto en la plaza del pueblo y hacia allí fueron. Los soldados rodeaban a la mujer del alcalde llamándola roja, y alguno la hizo girar para que enseñara la cruz dibujada en su cabeza. Poca gente había en la plaza, pero todos se  reían de ella... o se tenían que reír por miedo. Jacinto avisó a los chicos que deberían llamar roja a la señora Felisa delante de los soldados, después se sentarían a esperar.
Era humillante el espectáculo, pero bebieron cerveza, escupieron y la llamaron roja mirando al suelo.

Casi anochecía cuando los nacionales abandonaron el pueblo. Jacinto se quitó la chaqueta y cubriendo la cabeza de la señora Felisa la llevó al refugio. Madre e hija se abrazaron sin conseguir espantar el miedo. Según las noticias que tenían a los republicanos que iban cogiendo los encarcelaban, como habían hecho con el hermano de Zacarías al salir de la catedral. Pero que encarcelaran a su marido en lugar de fusilarle en cualquier cuneta, en aquel momento a la mujer del alcalde no le consolaba. Se sentía ultrajada... como si al afeitarle la cabeza la hubieran despertado de golpe y porrazo ante la crueldad y barbarie de ser mujer en una guerra. Una mujer cuyo pecado había sido querer a su marido y cuidar de su hija.
Uno de los pocos republicanos que quedaban en el pueblo, don Perico, miró a Micaela... y por primera vez se cogieron de la mano.

A las siete y media volvieron a sonar las campanas de la iglesia. Ya se sabía que los nacionales estaban al mando del pueblo... todos escucharon inquietos preguntándose qué pasaba.

-... siempre toca así... una y dos seguidas, una y dos seguidas –decía Bernarda en un hilo de voz intentando dormir a los trillizos- es la hora del rosario... siempre llama así... ¡Don Cosme!
No dio tiempo a detenerla, a decirle que era peligroso abandonar el refugio a esas horas. Bernarda dejó al bebé sobre el camastro y salió corriendo hacia la iglesia...

1 comentario:

María Narro dijo...

la belleza es cruel, sin duda. Porque esta es uno de los capítulos más bellos y crueles de la novela.