
Apenas logro
recordar a mi hermana Isabel.
Cuando era pequeña y miraba su fotografía, me sentía rara al verme
multiplicada. Era igual que yo, aunque la abuela dijera que era yo la que era
idéntica a ella, y luego siguiera con su solitaria arenga llamándome burro que
siempre va delante para que no se espante... Yo corría huyendo de su mal humor,
y cuando no me veía la miraba en silencio preguntando hacia dentro por qué ya
no me quería.
Sabía que me había querido
hasta aquella tarde en la que colocaron el ataúd blanco cerca de la pila donde
nos habían bautizado. Luego, todo el cariño abandonó a la abuela dejándola
postrada en un mundo que consideraba insultante la alegría de los demás. Pero
eso lo sé ahora, entonces me sentía culpable por haber perdido su amor.
Y llena de pueriles
reproches, junto al espíritu de la melliza muerta que no recordaba, fui tropezando por eso que llaman infancia.
Viví en casa de la
abuela Bernarda hasta que tuve trece años. Mis padres se habían separado al
poco de morir mi hermana; Alicia, mi madre, un día agarró la maleta y subió en
la furgoneta del panadero hasta Sigüenza. Se fue a Madrid en el tren de las
doce, el del olvido. Dijo que la vida no había acabado para ella y que era el momento
de destapar sueños. Y quizá de tapar que aún le quedaba una hija.

-¿El mal camino,
abuela? ¿Acaso hay uno bueno y otro malo? -preguntaba yo con miedo de seguir
haciendo todo mal.
-¡Cállate, bicho
malo! -gritaba mirándome con cara de asco- y nunca dudes de mis palabras. Anda,
vete a tu cuarto y reza -continuaba diciendo mientras intentaba aplacar los
demonios que llevaba en su interior- pídele al Señor que te enseñe el buen
camino y a tu hermana que sea tu guía, y recuerda a esos santos muertos que se
llevó la guerra que nos dejó sin techo.
Y en la soledad de
mi oscura habitación rezaba sin entender, y sin que nadie me contestara.
Una amenazadora
mañana de nieve cuando iba a casa de doña Asunción, se levantó un furioso
vendaval que me arrancó el gorro de lana azul. Empecé a correr tras él
olvidando a mi abuela que me acompañaba. Aquel gorro era lo único que me
quedaba de papá. Tuve que cruzar el puente aun viniendo ya el coche de línea
por el camino, y aunque oía a la abuela gritar que volviera a su lado, nada me importaba
tanto como recuperar aquel trozo de mi padre.
Por fin el gorro se detuvo en la fachada de la tienda; mientras me lo
volvía a colocar veía mi reflejo en su ventana. Las apretadas trenzas rojas se
hallaban al lado de un escuadrón verde, unas tortas de maíz, un paquete de
arroz, el camino... ¡Un camino!
La abuela gritó de nuevo: ¡María de las Mercedes!, y aunque di un
respingo, pegué con estupor mis ojos al cristal de la ventana.
El camino era un libro
de Miguel Delibes.
¿Sería el bueno o el
malo?
Seguro que aquel
Miguel era tan sabio como el Señor, mi abuela, y todos los santos muertos, ya
que se atrevía a escribir sobre un camino sin necesidad de apostillar si era lo
uno o lo otro...
Alguien que me hacía
daño al tirarme de una trenza a la vez que me llamaba desobediente, impidió que
siguiera merodeando por mis adentros. La señora Angustias agarró con fuerza mi
mano, cruzamos el puente, pasamos por delante del destartalado autocar que
arrojaba negras bocanadas de humo, y me dejó al lado de mi abuela mientras
mascullaba entre dientes: “Vaya carga que la caído a la Bernarda ”. Y la abuela
sin molestarse en abrir la boca, me cogió de una oreja y reemprendimos el
sendero que llevaba a casa de la maestra.
-Me hace daño...
-Te aguantas. Eres
mi perdición. No escuchas a nadie igual que tu padre.
¡Ya salió!
Lo tenía claro,
había comenzado mi andadura por el mal camino. Y ya que ni Dios, ni mi hermana,
ni todos los santos muertos contestaban a mis oraciones, tuve que comprarme el
libro de aquel Miguel. Costó quince pesetas. Rompí la hucha, los ahorros, y los
planes de escapar del pueblo como Alicia, mi madre. Pero estaba segura de que
entre aquellas páginas encontraría la diferencia entre el buen camino y el
malo.
El camino de Miguel Delibes fue el primer libro que leí
cuando corría el invierno de 1962, yo tenía nueve años. Buscaba una respuesta y
encontré los recuerdos de Daniel el mochuelo, recuerdos que hice propios y me
animaron a soñar, o a lo que era lo mismo por entonces para mí, a leer.
Morse, en realidad
se llamaba Javier pero ni él se acordaba, era el hijo del panadero y mi mejor
amigo. Tenía dos años más que yo y era muy feo según decía todo el mundo, con
su cara repleta de pecas, los ojos demasiado azules, el pelo mal cortado a
tazón y las orejas de soplillo, pero yo le veía bonito. Se lo dije una vez y se
enfadó, además de ponerse rojo como un tomate, decía que ese adjetivo no
existía, pero si yo era bonita, él siendo chico qué iba a ser sino bonito.
Mas aunque se
enfadara, para mí era lo más bonito del mundo desde el día en que enterraron a
mi hermana; desde aquella tarde en la que caminaba torcida hacia el cementerio
y me cogió de la mano.
A Morse le encantaba
hablar de su abuelo Samuel, el primer Morse, y yo le escuchaba con devoción.
Decía que había
llegado a España en 1933, y que venía huyendo de las garras del Tercer Reich
desde Argentina. Mi amigo aseguraba que su abuelo era uno de los mejores
radioaficionados del mundo, y que cuando Hitler fue nombrado canciller, los
alemanes captaron las ondas de su radio y quisieron reclutarle en sus filas,
pero él se negó y le amenazaron. A los pocos días alguien incendió la casa de
sus padres y su abuelo supo que tenía que abandonar a los suyos antes de que
ocurriera alguna desgracia.
-Sospechando que los alemanes le acosaban -seguía contando Morse-
decidió venir aquí porque decía que este pueblo estaba muy escondido, claro que
si hubiera adivinado quién sería el aliado de Franco no creo que... Pero bueno,
a lo que voy... el caso es que se convirtió en agricultor y ocultó sus dotes de
radioaficionado, pasó de la
República aunque sus ideas se parecían, y se hizo casi
invisible. Enseguida conoció a mi abuela y se enamoró al primer golpe de ojo.
¡Era muy pasional!... -señalaba Morse al verme sonreír-. No volvió a tocar una
radio -seguía contando- ni quiso saber nada de ellas, y sin embargo, fue su
dominio del código morse lo que impidió
que los fascistas le fusilaran en el penal de Valdenoceda cuando acabó la
guerra. Pasaron tanta miseria y hambre en aquel penal que no lo olvidó nunca...
<<¿Cuánta hambre puede
tener una persona para que sus mejores sueños sean un simple trozo de pan?>> ...les gravó en la frente a sus ocho hijos
durante años, por eso creo que todos mis tíos son panaderos –concluía muy serio
con un brillo de admiración en la mirada.

Mi amigo sólo pudo
aprender el recuerdo de su abuelo, murió un año antes de que él naciera.
-Antes de que
acabara la guerra que le cambió, el abuelo Samuel decía que las palabras van
sobre el viento -me había dicho una mañana después de salir de misa cuando
pensativo miraba los dibujos que, con un palo, hacía sobre la arena en la
orilla del río.
-¿Las palabras van
sobre el viento? Eso se dirá en Argentina porque la gente del pueblo dice que
las palabras se las lleva el viento -le contesté mientras intentaba matar una
trucha como había visto hacer a mi abuela, a pedradas.
-La gente de aquí es
demasiado ignorante -contestó enfadado.
-Y bruta... -dije a
la vez que le perdonaba la vida a la trucha y me sentaba a su lado tapándome
con la falda de los domingos hasta los tobillos-, además, seguro que los
argentinos son mucho más listos.
-Pero no te lo crees
-dijo tirando el palo y poniéndose de pie.
-¡Hombre creer,
creer...! -dije sonriendo, pero cambié de opinión al mirarle y darme cuenta que
hablaba en serio y estaba realmente enfadado- Claro que sí me lo creo, Morse.
Como no me vio muy
convencida me invitó a ir a por el abrigo y acompañarle.
Cogimos su
bicicleta, dijo que iríamos a las Hoces del Río Dulce para que lo sintiera con
mis propios ojos. Yo sabía que con los ojos no se puede sentir, pero como él
era mayor y estaba enfadado no se lo dije.
-¿A dónde has dicho
que vamos? -pregunté.
-A lo alto del cañón
-contestó a la vez que con un movimiento de cabeza me indicaba que subiera al
asiento postizo de la bici.
También sabía yo que
eso no me había dicho, pero con otro movimiento de cabeza asentí y abrochándome
el abrigo me senté en el asiento.
Se acercaba el
invierno y aquella mañana, aunque soleada, era especialmente fría. Morse me
dejó sus manoplas de piel de cordero y la bufanda de su padre, pero aún así
tuvimos que turnarnos en pedalear para entrar en calor.
Primero tomamos el
camino paralelo al río que llevaba al pueblo donde había nacido la abuela, y
desde allí, seguimos por un sendero casi oculto por la frondosa vegetación que
nos raspaba en la cara en cuanto nos descuidábamos. Tardamos más de dos horas
en llegar. Era la primera vez que me alejaba tanto de casa, y mi querido amigo,
a quien ya se le había olvidado que estaba enfadado, decía que me fijara bien
por donde iba para volver siempre que apretara la tristeza, y que era
importante que aprendiera a escuchar al viento porque sus palabras sabían
acariciar.
-¿Escuchar al
viento?- pregunté con voz enmudecida de frío.
Al llegar arriba del
todo dejamos la bicicleta apoyada en un seto, y seguí a Morse hasta una especie
de mirador que se formaba en el saliente de una roca.
-Abre bien los
brazos y respira despacio -me dijo cuando estuvimos al borde del precipicio.
Me coloqué junto a
él y abrí bien los brazos... y los ojos.
-¡Si se ve el mundo
entero! – dije olvidándome del frío.
Miré a Morse y le vi convertido en parte del
paisaje...

El viento silbaba.
El barranco era
inmenso, o el vacío, o el aire.
Me sentía fascinada
ante el abrazo de aquellas gigantescas paredes rotas, me sentía muy extraña,
demasiado pequeña a la vez que muy grande. Dueña del precipicio del mundo,
sirvienta del río de la vida.
El viento soplaba.
Veía el salto del
río y notaba como los ojos se me iban llenando de agua.
Dos águilas volaban
haciéndose la corte en círculos debajo de la única nube que habitaba un cielo
azul, encima mismo de nuestras cabezas.
El viento rugía.
Morse apretaba mi
mano y gritaba con los ojos cerrados:
-Escucha al viento,
Merche, escucha al viento.
-No le entiendo
-respondía yo comenzando a llorar sin saber por qué.
En el verano del 65
Morse empezó a trabajar.
Su padre le había
enseñado a conciencia el código morse, y aquel año, en el que se instaló por
primera vez un campamento de boy scout
cerca de Barbatona, buscaron a alguien que pudiera enseñarlo y le encontraron a
él. Mi amigo estaba encantado y yo espantada.
¿Qué iba hacer dos
meses sola?
La abuela casi me
escupió cuando le dije que quería ir a un campamento.
-¿Y eso qués?-preguntó mientras recogía los
huevos que habían puesto las gallinas y espantaba a los pollitos que la seguían
con su voz atronadora.
-Una escuela entre
chopos...
-¿No hago ya
bastante por ti, desgraciá, dejándote
ir a casa de la señá maestra?
Por lo que consideré
el mejor regalo del mundo que, mi amigo del alma, me hubiera dejado su
bicicleta mientras él no estaba.
Algunos días,
durante aquellos abrumadores e interminables meses de calor, cuando mi abuela
dormía la siesta, iba con Anita a la plaza a jugar a las canicas, otros al río
a coger truchas o a bañarnos, y otros jugábamos a escondidos si venía su
hermano. Pero me aburría con ellos. No sabían contar historias, ni me gustaba
que Tomás siempre quisiera jugar a los médicos conmigo.
Solía ir las Hoces
del Río Dulce dos veces por semana, los martes y viernes que era cuando no
tenía que ir a lavar al río y era más difícil que notaran mi ausencia, aunque a
veces me quedaba sentada bajo las murallas del castillo de Pelegrina por no
pedalear más. Aquello también era mágico y misterioso, y a mí me encantaba leer
en voz alta al viento.
En voz alta, en
silencio, en la mente...
Leía siempre.
En cualquier parte.
1 comentario:
Empezar a escribir una novela es empezar a crear un mundo aparte. Abierto, mágico. Que no sabes dónde te va a llevar. Creas los hilos, te documentas y te dejas llevar.
Porque yo soy la primera sorprendida con cada respuesta de mis personajes...
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