Silencios contados a media voz. Sonrisas
quietas en labios mudos. La historia de una vida y de las vidas que acompañaron
a ésta. La historia de mis gentes, de nuestras gentes, de una guerra entre
hermanos. Historias de la historia trazadas con una pluma ágil, costumbrista,
tan experimentada y precisa como lo es la de los mejores narradores
contemporáneos. Todo eso y más es, Las palabras del viento, de María Narro. Una
obra que, sin lugar a dudas, se merece un puesto destacado en nuestra narrativa
contemporánea. Una historia que te arrancará sonrisas, lágrimas y admiración,
como suele hacerlo un trabajo preciso y lleno de magia”
Antonia J
Corrales. Escritora y Correctora
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Fue un amago de Guernica, lo has hecho de maravilla. Con esa sensibilidad
que roza el dolor sin perder la sonrisa. Sigüenza se merece un sitio en la
historia que le corresponde.
Y tú la has colocado donde se
merece...
Almudena (Madrid)

La novela...

La novela...
(cada capítulo lleva nombre de mujer)

9 sept 2015

Bernarda Alba (capítulo 16- I)


Le abrazó nada más verlo, y don Cosme se dejó abrazar. Su marido y el argentino que la habían seguido corriendo hasta la iglesia se quedaron de piedra al ver al joven párroco abrazado a Bernarda junto al campanario. Lloraba porque les creyó a todos muertos al no encontrarles en sus casas. Volvía cuando se enteró del bombardeo de Sigüenza; la familia con la que viajaba dormía en la catedral al producirse el asedio...

-Me quedé allí hasta que todo terminó ocultando que soy cura... soy un cobarde, Bernarda, oculté que soy cura por miedo a que me matasen...
-¿Quién se lo preguntó?
-Nadie,  Jacinto, sólo me quité la sotana y el alzacuellos...
-En estos tiempos es muy fácil confundir la inteligencia con la cobardía... tranquilo, hombre –le dijo Samuel dándole un breve abrazo de bienvenida.

Don Cosme escuchó con atención a Bernarda hablándole de ese refugio donde no dejaban entrar a la guerra, no había odios aunque sí silencios. Y había gente de los dos bandos allí escondidos. Gente que no se mataba entre ellos, gente con miedo, gente... al fin y al cabo.

Pocos días antes de Navidad los hombres hablaban en voz baja fuera del refugio. Cuchicheaban más bien bajo un gélido sol de diciembre.
El paisaje se había aletargado; Sigüenza y sus alrededores, llenos de ruinas y sangre que no dejaban de llorar por los que habían muerto, parecían dormidos. Las bombas y el horror seguían rugiendo a muy pocos kilómetros de allí. Cada día llegaban nuevos refugiados que venían huyendo de sus pueblos, algunos se quedaban, muy pocos, pero la mayoría seguía huyendo. Casas de postas... en eso se habían convertido casi todas las casas del pueblo, algo que les ayudaba a disimular el refugio ante los del cuartelillo y los nacionales.
Pero había inquietud, algo gordo estaba ocurriendo en una de las entradas de Madrid...

-Las tropas de Franco han de tomar la capital cueste lo que cueste... una sangría es la que están montando... creí que el horror se quedaba en Sigüenza pero esto sólo fue la apertura del infierno –dijo Zacarías golpeando una piedra con un pie.

Los que no sabían a qué se refería se miraron entre sí alzando los hombros. Don Cosme había ido a cerrar la iglesia, no habría oficio religioso en Navidad como solidaridad con la matanza de Paracuellos... es lo único que podían hacer.

-No es que a mí me importe que no haya misa, pero ¿me queréis decir qué coño está pasando? –dijo don Perico arrimándose al grupo de hombres que hablaba en la puerta del refugio.
-El gobierno ha hecho una matanza fusilando a miles de presos recientes, casi civiles, en Paracuellos del Jarama...
-¿Qué gobierno?
-Pues la Republica, coño –le contestó de mala forma Jacinto.
-No me lo creo –dijo don Perico sin inmutarse.
-¡Me cagoen la....! –dijo Jacinto mientras el argentino y Zacarías le sujetaban antes de que estampara su puño en el rostro del maestro.

Don Cosme llegó en ese momento pidiendo calma y diciendo que él se lo explicaría.

-Ven conmigo, Pedro –sabía que al maestro no le gustaba que le llamaran como al  apóstol.
 
El sacerdote y don Perico caminaron hacia el consultorio médico. Al llegar encontraron a cinco niños, muy arrimados entre sí, en una pequeña sala; con los ojos muy abiertos miraban a su alrededor en un gesto adulto de desconfianza. Solamente uno lloraba. Fuera de la sala había dos personas mayores hablando con la señora Felisa...

-Llegaron anoche –le dijo don Cosme al maestro-, venían huyendo desde Torrejón de Ardoz... medio congelados y heridos... los niños vivían en Paracuellos con sus abuelos hasta que los encarcelaron y luego los fusilaron. Y a cientos de presos más. Porque los nacionales ya rodean Madrid, por miedo a perder la guerra, porque iban a misa... yo que sé por qué...

Volvieron a la sala donde estaban los niños, los cinco estaban sentados en una misma camilla.

-¿Dónde estabais cuando os encontró vuestro tío? –les preguntó el señor cura.
-Estábamos buscando a nuestros padres, los abuelos dijeron que si les pasaba algo malo a ellos, los buscáramos –contestó el mayor de todos.
-¡Está bien, chicos! Os he traído un poco más del pastel que ha hecho Bernarda...

Los cinco niños tenían los pies vendados, llenos de llagas de tanto andar. Nadie sabía cómo habían llegado al frente, pero durante días sortearon las balas buscando a sus padres. Estos se habían alistado en las milicias meses atrás. Eran hijos de republicanos y los salvó su tío desde las trincheras de los nacionales al darse cuenta de que eran sus sobrinos, no los había matado de milagro...

-Todos saben lo que ha pasado en Paracuellos, hasta los niños ¿por qué iban a mentir?... Dime, maestro ¿por qué iban a mentir?

Nadie estaba a salvo, ni de un bando ni de otro. Todos habían perdido el norte aunque sólo se tratase de defender y conquistar Madrid. “Hay que defender la libertad pero no así”, pensaba don Perico de vuelta al refugio. ¡No así! Ya no sabía lo que iba hacer, cualquier día se chivarían al mando nacional que estaba al frente del pueblo de que era republicano, vendría un camión y se lo llevarían preso en él... a saber dónde. Después de ver los ojos agrandados por el terror de esos cinco niños, su idea de alistarse en el ejército e irse a la capital peligraba. Él defendería la república y la democracia aun después de muerto pero no así... no así. Los niños son el mañana...

¿Cuántos niños fueron testigos de la matanza de Paracuellos? ¿A cuántos niños les tocará vivir este horror? Él sólo quería enseñar, abrirles caminos para que aprendieran... recorrerlos con ellos. Y eso es lo que iba a hacer: volver sin miedo a la escuela, a ojos de todos. Y si lo mataban... al menos moriría haciendo lo que amaba.
Aquella noche decidió leerles a los niños del refugio un nuevo capítulo del libro de Julio Verne, necesitaba verlos sonreír...

<<...En cuanto a Picaporte, apostado sobre el lomo del animal y directamente sometido a los vaivenes, cuidaba muy bien, según se lo había recomendado su amo, de no tener la lengua entre los dientes, porque se la podía cortar rasa. El buen muchacho, ora despedido hacia el cuello del elefante, ora hacia las ancas, daba volteretas como un clown sobre el trampolín; pero en medio de sus saltos de carpa se reía y bromeaba, sacando de vez en cuando un terrón de azúcar, que el inteligente Kiouni tomaba con la trompa, sin interrumpir un solo instante su trote regular...>>

Un par de meses después oyeron hablar por primera vez de los rusos.
En realidad no eran rusos, pero como la gente de los pueblos no les entendía cuando hablaban los apodaron así. Eran soldados pertenecientes al Cuerpo de Tropas Voluntario Italiano, CTV -Corpo Truppe Volontarie- los chitibú los llamaban algunos. Y con ellos llegaron los Camisas Negras a quienes se les tenía cierto miedo porque corrían siniestras leyendas de la primera guerra mundial. Ciertas o no las leyendas, su fama de violentos les precedía allá dónde fueran. 

Casi todos se instalaron en Sigüenza, los conventos e iglesias que quedaban en pie hacía meses que se habían convertido en cuarteles, y allí estuvieron esperando durante varios días a que se reunieran las cuatro legiones que avanzarían hacia Guadalajara. En el pueblo se quedaron dos de estos rusos, Paolo y Raffaello.
El Paulino y el Rafita como los llamaba Bernarda.

Se habían quedado en su casa por lo que Jacinto, la niña, Juanito y ella misma, estuvieron varios días sin poder pisar el refugio.
Aparte de que siempre iban vestidos de uniforme y eran extremadamente altos, su porte imponía cierto respeto. Pero su amabilidad y sonrisa perpetua, aunque no se entendían con el idioma, eran su carta de presentación.

Les costó acostumbrarse a que cada vez que Bernarda se levantaba de la silla ellos también se levantasen... porque se levantaban todos pensando que algo importante ocurría; o cuando le abrían la puerta para que ella saliera “primo, primo” decían... como si la echaran de su propia casa, y sonriendo, la maldita sonrisa pegada debajo del bigote. Si al menos hablaran en cristiano como todo el mundo se podría enterar para qué iban a Guadalajara cuatro legiones de rusos. Mas nada de nada, no había forma de hacerse entender con ellos; además de comer y arrimarse todo el día a la lumbre no debían saber nada de estrategias militares, porque salir a mirar el cielo cada vez que oían un avión... eso también lo sabía hacer él.

 Jacinto no veía el día en que se fueran para perderlos de vista. Sin embargo su hijita Alicia estaba encantada con ellos, siempre tenían un trozo de chocolate para ella. Y Juanito, Juanito encontró en aquellos soldados su vocación.
Casi tenía dieciséis años y aunque su hermano Jacinto le llamó mocoso cuando le dijo que se iría de voluntario al frente después de lo de Sigüenza, ahora sabía que necesitaba entrenamiento para llegar a ser soldado. Como Paulino y Rafita.
Mediante mímica les hizo entender que quería que le enseñaran a desfilar...

-Con el fusil que lleváis... –le dijo a los soldados.

Estos le miraron sin comprender.

-Sí, hombre sí... con el mauser ese –volvió a decir señalando a los dos fusiles que había apoyados en la pared de la cocina.
-¿Fucile? –preguntó Paulino.

Juanito asintió muy rápidamente a la vez que sonreía de oreja a oreja.

-No, no, no fucile; sei un bambino.

Fusil no; eres un niño

Se entendían aunque no hablaran el mismo idioma, si su hermano le había llamado mocoso, este le había llamado...

-¡No soy ningún babino y me puedo dejar bigote como vosotros!

La pequeña Alicia, habiendo comprendido la mímica de su tío, paseaba a lo largo de la cocina con la escoba sobre el hombro.
El invierno de 1937 fue extremadamente frío.

“Va a nevar otra vez”, pensaba Bernarda mientras tendía la ropa. Tener a los soldados en casa no estaba siendo tan complicado como creyó en un principio. Eran limpios, ellos solos se lavaban su muda y por la noche dejaban el uniforme tan estirado que no hacia falta plancharlo. Su marido se había empeñado en matar uno de los pocos corderos que les quedaban cuando se enteró de que las tropas de estos rusos ayudaban a Franco. Aunque ya no estaba segura de si lo había hecho por eso o porque no tenían apenas comida, el caso es que ahora se enfadaba cuando les veía comer y comer hasta atragantarse. No entendía nada... ni a Jacinto, ni la política, ni la guerra; ni cómo un hombre que sabe empuñar un arma es capaz de cuidar y hacer sonreír a un niño. Nunca podría olvidar el dolor que llevaba dentro, eso era imposible, y sólo rezaba para que todo acabara lo antes posible.
Se sobresaltó al oír abrirse la vieja verja de madera detrás de ella.

-Boun giorno –saludó un hombre enfundado en un enorme abrigo gris.

Buenos días

La mujer movió la cabeza a modo de saludo sin saber qué decir.

-¿Paolo?
-¿Paulino? Sí señor, pase... pase usted a la cocina que estará junto al fuego, es muy friolero ¿sabe usté? La otra noche... –Bernarda dejó de hablar al ver la cara de alelado con que le miraba el señor del abrigo hasta los pies, no se había enterado de nada
Otro ruso.
Entró con él en la casa. Le indicaba con el brazo por dónde se iba a la cocina hasta que vio como el soldado se quitaba el abrigo. Su camisa negra. Bernarda palideció y empezando a temblar cogió a su hija en brazos. Juanito, habiendo visto también la camisa, se puso a su lado.
Los tres hombres conversaban en pie sin reparar en el miedo de la mujer y los niños...

-Mancini ha già raggiunto, mattina siamo partiti per Guadalajara

Ha llegado ya Mancini, mañana partimos hacia Guadalajara

-Accordo, fino a domani.

De acuerdo, hasta mañana

-Mi mancherà il cibo di Bernarda

Echaré de menos la comida de Bernarda

Bernarda con los ojos muy abiertos e intentando susurrar apresuró a Juanito para que fuera al campo a buscar a su hermano. Los rusos se la querían llevar a Guadalajara...

-Tú lo has oído como yo –le dijo metiéndole prisa para que se fuera sin que le vieran. 

-¡De cocinera, se la quieren llevar de cocinera! Si ya lo sabía yo –decía Jacinto mientras volvía corriendo hacia su casa-, menudas estrategias tienen esos chitibús...

No dejó sola a su mujer ni la perdió de vista hasta que al día siguiente los soldados, sin grandes ceremonias, recogiendo todas sus cosas se marcharon.

-Addio, buona fortuna –dijeron cuando se iban.

Adiós, buena suerte

Y arrimándose a Bernarda le besaron su mano diciendo: -Grazie.

                                                                                              Gracias.

La pequeña Alicia observaba con curiosidad la mano de su madre ¡se habían olvidado de su chocolate!... mientras ésta miraba con gesto de interrogación a Jacinto. Les vieron partir en sus motocicletas sin tenerlas aún todas consigo, la nieve no dejaba de caer desde hacía horas y no sabían si podrían llegar los rusos a Sigüenza. O volverían.

Una inmensa nevada de medio metro cubría todo cuando al anochecer decidieron ir al refugio. Había dejado de nevar a media tarde y empezaba a helar. Los caminos habían quedado cortados, Jacinto y Juanito tuvieron que palear la nieve hasta excavar un sendero que les permitiera llegar a los demás. Hacía tanto frío que hasta el río y la fuente se habían helado. En los aleros, los pequeños carámbanos que ya se formaban parecían los colmillos de cualquier ogro de las nieves. La leña empezaba a escasear y los niños se iban a sus camastros con ladrillos calientes enfundados en gruesos calcetines de lana. Don Perico había cerrado la escuela por unos días.

El frío congelaba todo menos la guerra.

En el refugio sólo se hablaba de la salida de los rusos de Sigüenza. Tantas tropas de soldados uniformados, decenas de vehículos blindados, camiones, tractores, motocicletas... y decían que en la carretera que iba hacia Guadalajara había largas colas de kilómetros de lo mismo...

-Buen blanco para la aviación republicana, sí señor -dijo el argentino mientras liaba un pitillo.
-Lo que no entiendo es como no se dan cuenta los rusos de que se van a atascar...
-¡Leches, pregonero, que te he dicho mil veces que son italianos! –se oyó a Zacarías desde su camastro.
-Tú me has entendido ¿no? Pues eso... –siguió diciendo Jacinto-, y espero que sin mi Bernarda se puedan apañar porque como no lleven buenos cocineros pa comer caliente van a durar muy  poquito.

El día siguiente amaneció vestido con una espesa capa de niebla y lloviendo a mares. No se veía nada. Pocos fueron a trabajar, la mayoría se quedó en el refugio. Don Perico entretuvo a los niños por la mañana mientras los mayores jugaban a las cartas. Era un ocho de marzo, el cumpleaños de Pilar y de Fernanda... el primer cumpleaños sin Pilar.

Fernanda llevaba todo el día tumbada en su camastro y aunque Micaela había intentado que se levantara no pudo. A media tarde los trillizos de Dolores empezaron a llorar a coro y los niños más pequeños se pusieron a jugar y cantar canciones con ellos, los chicos mayores jugaban a la guerra desfilando a lo largo y ancho de la bodega; las mujeres zurcían calcetines y tejían mantas de lana, y fuera, la violencia y la sangre seguían marcando el tiempo. Era todo tan irreal, como una pesadilla de la que quieres despertar y no puedes. Sumida en sus pensamientos Fernanda no se dio cuenta de que la pequeña Alicia, cogiéndola de una mano, le había guiado hasta el centro del corro que formaban los niños más pequeños. Los trillizos aplaudían sonriendo cuando se sentó entre ellos. Se sabía tantas canciones...

<<Debajo un botón, ton, ton
Del señor Martín, tin, tin
Había un ratón, ton ton
Muy muy chiquitín, tin tin

Tan tan chiquitín, tin, tin
Era aquel ratón, ton, ton
Que encontró Martín, tin, tin
Debajo un botón, ton, ton...>>
 
-Eso es... ¡hagamos una fiesta! –dijo Samuel el argentino poniéndose de pie-. ¿Te parece bien? –le preguntó a Fernanda.
-A mi hermana le encantaría –contestó con los ojos cargados de agua.
-¿Se pueden tirar petardos? –preguntó Juanito-, aún tengo del año pasado...

Bernarda, levantándose y acercándose a él mientras arrastraba por el suelo la manta que tejía, le arreó una colleja.

-¿No te bastan los tiros? Que me tienes harta y al final te tiendo de las orejas en la calle.

Aquella noche, bajo la música del gramófono de Samuel y las caricias de Gardel, las parejas que había en el refugio bailaron más pegadas que nunca mientras don Cosme buscaba una jota entre los discos del argentino. Fernanda bailaba con Alicia en brazos y el maestro se había atrevido a sacar a bailar a Micaela. La primera canción que bailaban juntos... aunque ambos sabían que sería la última.

1 comentario:

María Narro dijo...

Creo que he sido la primera y única escritora en vivir, escribir, los tres años de Absurda y Cruel matanza entre españoles. No sé qué habrá hecho ahora P: Reverte, tampoco le voy a leer porque estoy colapsada.
Fue un desgaste emocional intenso. Pero fructífero como escritora y persona.