Al dejar de nuevo el
cuaderno en la maleta una hoja doblada se desprendió de él. Me agaché y la cogí
mientras oía a la tía llamarme. Desdoblé el papel. Allí estaban las vocales del
código morse, la sangre de su familia:
A: punto y línea; E: punto; I: dos puntos; O:
tres líneas; U: dos puntos y una línea.
La tía volvió a
llamarme y acurrucando aquel papel al lado de mi corazón, bajé a conocer a su
hija de leche.
Fernanda era una
mujer gruesa y alta, muy morena, y casi tan mayor como mi tía, aunque hubiera
jurado que era mayor si no hubiese sabido que era su hija de leche. Llevaba un
vestido marrón oscuro casi hasta los píes, pero lo que más llamó mi atención
fue un enorme crucifijo de madera, colgado de un cordón verde, que le caía a la
altura del pecho y golpeó mi cara al darme dos impetuosos y sonoros besos.
-La pequeña Mercedes...
¡cómo has crecido! –decía cuando entró don Justino en la cocina.
-Micaela tenemos que
hablar –dijo el médico poniéndose al lado de mi tía.
-Usted dirá
–contestó ella mientras se limpiaba las manos con un trapo y le miraba
fijamente.
Fernanda y yo
también le miramos.
-¿Quién ha dicho que
tu hermana no puede hablar?
-De momento, don
Justino, de momento no habla nada.
-Porque no quiere
–le contestó éste.
-No me sea tan
listillo que a mi pobre Bernarda la daó
una trombosis y eso es mu grave.
-Lo sé, Micaela, lo
sé –le contestó muy seriamente el señor médico-, yo la encontré en el huerto no
se te olvide, y ahora llevo más de media hora examinándola y tiene todo el lado
izquierdo del cuerpo totalmente paralizado...
-Entonces ¿por qué
ha dicho que no habla porque no quiere? –le interrumpió Fernanda.
-Porque cuando
cerraba el maletín y le decía que volveré mañana me ha mandado a la mierda.
-¿Cómo...? –preguntó
la tía.
-Exactamente ha
dicho: Váyase usted a la mierda.
Mi tía y Fernanda
corrieron hacia la habitación de la abuela, yo acompañé a don Justino a la
puerta y luego las seguí. No pude ocultar una sonrisa al entrar a su cuarto, si
de momento ya hablaba, seguro que pronto volvería a caminar y regresaríamos a
casa.
Dos días después,
sentada bajo las murallas del castillo pues no había podido subir a las Hoces
porque el camino estaba demasiado embarrado, miraba al cielo sin saber qué estaba
pasando. No entendía por qué había tenido que dejar de ir a la escuela, ni por
qué pensaba tanto en Morse, ni siquiera entendía por qué a mi abuela no le daba
la gana hablar.
No había vuelto a
decir una palabra después de mandar a don Justino a la mierda. Yo sabía que el
médico no mentía, la abuela era así, al menos desde que murió mi hermana.
Isabel... Isabel, siempre pensaba en ella cuando estaba triste, o en las
historias que nos contaba la abuela sobre un burro que siempre iba adelante o
delante, o pa’lante como decía entre
risas, o en las canciones de mamá...
Mamá..., mi
madre..., una madre que me abrace...

Pocos días después
el padre de Morse trajo las gallinas a Pelegrina y empecé a temer
que nuestra estancia en el pueblo iba a durar.
que nuestra estancia en el pueblo iba a durar.
Como la tía no tenía
gallinero sino unas cortes donde hacía
muchos años habían criado cerdos, las dejamos allí.
-¿Qué tal con la
monja? –me preguntó el padre de Morse.
-¿Qué monja? –pregunté
a su vez cuando quería haberle preguntado por qué su hijo no venía a verme.
-Fernanda la de
Sigüenza –dijo a la vez que sacaba las gallinas de la furgoneta y las metía en
las cortes-, aunque la verdad es que
no es monja, vive en el convento de las Ursulinas y es una soli... una
solitaria no no, una ¡solidaria! –siguió diciendo cuando conseguimos cerrar la
puerta con las gallinas dentro.
-¿Una solidaria? –le
pregunté.
-Algo así como una
mujer con pantalones pero vestida de monja –contestó subiendo al asiento de la
furgoneta de un salto-. Toma esto, me lo dio Morse para ti antes de irse a
Cifuentes.
Y dándome una
pequeña caja de cartón llena de esperanza, me dejó con las gallinas de las cortes y una enorme sonrisa. La quise
abrir en cuanto le vi perderse entre el polvo del camino, pero la caja estaba
tan bien atada, cosida y pegada que tuve que esperar a encontrarme con el
costurero para coger las tijeras.
La tía hacía labor y
compañía todas las tardes a mi abuela. Ella seguía sin hablar, por lo que don
Justino habría quedado por mentiroso si no me hubiese visto entrar a escondidas
al cuarto mientras su hermana se había quedado dormida. Al acercarme al
costurero después de comprobar que la tía Micaela roncaba dulcemente, la abuela
chilló:
-¿Qué llevas ahí
escondido, cacho bruja?
-¡Hermana...! -chilló
también la tía abriendo los ojos de súbito.
-¿Qué pasa? ¿La
muda? -gritó Fernanda entrando corriendo por la puerta.
-¡La..! –le dijo la
tía-, ¡mi hermana que no es muda.
-¡Por el amor de
Dios! –dijo Fernanda arrimándose a la cama de mi abuela y cogiéndole una mano-
A ver, Bernarda, dígame usted algo...
-Muda lo será tu
madre –le espetó la abuela.
Mientras Fernanda y
la tía miraban al techo santiguándose cogí las tijeras, me santigüé también y
salí de la habitación.
Dentro de la caja
que me había entregado el padre de Morse encontré una piedra con forma de
corazón, un sobre y una hoja arrugada. Alisé aquel papel y pude leer:
El abecedario
completo estaba anotado por detrás de la hoja. Rasgué y abrí el sobre. En un
trozo de cartulina roja había escritas
estas dos frases:
-
. --.- ..- .. . .-. ---
y debajo ponía
-.
..- -. -.-. .- - . ...- --- -.-- .-
--- .-.. ...- .. -.. .- .-.
Tardé unos quince
días en traducir aquellas dos frases, la
primera lo hice la misma tarde en que abrí la caja. Decía que me quería, y
saboreando aquella dicha de la cartulina roja me fui a dormir la noche en la
que todos supieron que mi abuela podía hablar.
En los días que
siguieron no tuve ni un pequeño respiro para acercarme a la caja de nuevo. La abuela
quiso que sembrara patatas, tomates y melones, en un pequeño trozo de tierra
que había bajo su ventana, que yo sola cuidara a las gallinas pues ya sabía, y
que todas las tardes Fernanda y su hermana Micaela me enseñaran a hacer
bolillos en su cuarto.
Una tarde en la que
las tres nos hallábamos haciendo compañía a la abuela y yo me sentía más sola
que nunca, llegó doña Asunción.
Estuvieron casi toda
la tarde hablando de las travesuras del nieto de la señora Felisa, a quien mi
abuela había ayudado a traer al mundo, hasta que la maestra dijo:
-Bernarda, mi tío ha
conseguido una plaza en las Ursulinas para Mercedes.
La abuela se sonó ruidosamente la nariz e ignoró a la maestra.
-¿En las Ursulinas?
–preguntó Fernanda.
Doña Asunción
asintió y volvió a mirar a la abuela que intentaba doblar el pañuelo con la
única mano que podía mover.
-La nieta de mi
hermana no va a ingresar en ningún convento –dijo la tía.
-Tú te callas y trae
tu pastilla pa la anemia y la que
mandó el matasanos pa mí..
-Bernarda..
-Y usté también se calla, señá maestra, que es una desgracia mu grande no saber callar...
Salí de la
habitación, en la que mi abuela chillaba como nunca ordenando a doña Asunción
que se callara, adivinando que sólo un milagro me sacaría de Pelegrina. Cuando
regresé a la habitación con las pastillas, la maestra estaba de pie y se
despedía. Dejé los medicamentos sobre una mesita y la acompañé a la puerta. Me
abrazó antes de irse y me dio un pequeño libro:
-Te hará compañía y
sobre todo te hará pensar –dijo mientras yo miraba con curiosidad la portada de
aquel Principito y me limpiaba las
lágrimas que no quería que resbalaran
por mis mejillas-, No te preocupes, Mercedes, seguiré insistiendo.
Después de llevar el
libro a mi habitación volví al cuarto de la abuela, pero me quedé en el pasillo
mirando al suelo sin atreverme a entrar.
-Lo que le faltaba a
la mocosa ésta, irse a Sigüenza como una siñoritonga.
-Podría trabajar y
estudiar y el dinero se lo enviaría a ustedes, de siñoritonga nada, madre.
Fernanda llamaba
madre a mi tía Micaela. Oí toser a la abuela y a la tía callarse.
-¡María de las
Mercedes! –chilló de pronto la abuela-, tráeme la palangana y ayúdame a
refrescarme.
Aquella noche se me
cerraban los ojos mirando un sombrero que escondía un elefante y llamando
idiota a quien pensara que aquello era una boa que se había comido algo tan
grande. ¡Qué ridiculez! Cerré el libro y lo dejé en el suelo. Al soplar la
llama de la vela que me permitía leer sin que se enteraran, una pequeña sonrisa
se dibujó en mi rostro al pensar que, si se trataba de servir y de enviar el
dinero a la abuela, los milagros podrían existir.
Pero los días iban
pasando sin que nadie mencionara el futuro; las gallinas de las cortes cada día daban más trabajo, y mis
tareas en el huerto habían aumentado recogiendo lo sembrado y volviendo a
sembrar pues había llovido mucho aquella primavera, por lo que las tardes de
bolillos dieron paso a pequeños y escondidos ratos de lectura. Y no sé si no
entendí el Principito, o es que me
hizo daño la soledad de aquel niño, pero el libro de Saint Exupéry no me gustó
y lo guardé enseguida. En su lugar me aprendí el abecedario del código morse
aunque ya había descifrado la segunda frase de la cartulina. Nunca te voy a
olvidar, decía, y eso me hacía seguir.
Cierto día en el que
volvía del lavadero llevando un barreño de ropa limpia y el trozo de cartulina
roja que me envió Morse en el bolsillo del delantal, vi una furgoneta
desconocida en la puerta de la casa de mi tía. Entré y fui a la cocina, cogí
las pinzas para tender la ropa y antes de salir al patio oí que hablaban desde
el cuarto de la abuela. Dejé el barreño y las pinzas sobre un taburete de
madera y me encaminé de puntillas por el pasillo hasta donde pudiera escuchar. Tardé
un rato en darme cuenta de que hablaban
de mí pues mencionaban a alguien que podría estudiar en unas clases nocturnas
para adultos...
-A ver Bernarda
–decía Fernanda- por qué tiene usted ese empeño en que la niña no vaya a
Sigüenza.
La abuela no contestaba
y Fernanda siguió hablando:
-Sor Dolores ya le
ha explicado que necesitan un pinche de cocina y alguien que ayude con la
limpieza, yo vendré todos los días para ayudar a mi madre.
-Y el huerto y las
gallinas ¿qué? -rugió de pronto mi abuela.
-Pero no le estoy
diciendo que...
-Que no, leches, que
no. Por Sigüenza anda el gitano y si una vez me hicieron cargar con el mochuelo
ahora no quiero ni que la mire a la ca..
-¡Déjate de
sandeces!, ni siquiera sabes si aún sigue vivo el malnacío ese –la interrumpió con brusquedad su hermana.
Yo me había apoyado
en la pared sin darme cuenta, la abuela llamaba gitano a mi padre.
-Y piensa en lo bien
que nos van a venir las mil pesetas que le paguen a la chica –siguió diciendo
mi tía.
-Bueno, si me
disculpan –dijo una voz que no conocía- yo me tengo que marchar. Ustedes se lo
piensan y ya me dirán.
-La acompaño hasta
la puerta, hermana –oí decir a Fernanda.
Salí disparada hacia
el patio, no sabía dónde estaba el barreño con la ropa para tender… sólo sabía
que mi padre estaba en Sigüenza.
Acabé el solitario y
horrible verano del 66 ataviada con una vieja bata gris, pelando kilos y kilos de
patatas, fregando cacharros y escaleras que se multiplicaban, descansando a la
hora del ángelus y el rosario, pero fuera de Pelegrina.
Sor Dolores, la
madre superiora, me había concedido tres horas libres los sábados por la tarde,
tenía muy claro en qué quería emplearlas, pero ¿por dónde y cómo empezar si no
conocía a nadie?
Y vagando, aquel mi
primer sábado por los largos pasillos de las Ursulinas adiviné que mi vida, la
vida, empezaba allí.
1 comentario:
Hace mucho tiempo un señor al que le había dado una trombosis me contó que todos pensaban que se había quedado mudo. Pero era él el que no quería hablar.
lo de '¡muda lo será tu madre!'... la carcajada de todos, como me habéis comentado, es que Bernarda se atreve a decir lo que yo nunca diré cuando me adjetivan.
Publicar un comentario