
Una mansa lluvia lloraba sobre las flores, gritaba esperanza y a
veces se detenía el tiempo.
La enfermera acababa de tomarme la temperatura. Me incorporé en la
cama y cogí un libro. “Está viva, sólo importa eso” me repetí de nuevo dejando
el libro a un lado. Cerré los ojos y abracé mi cintura.
Llamaron con suavidad a la puerta. Doña Asunción entró tímidamente
llevando un pequeño ramo de rosas, se acercó a la cama y me abrazó en silencio.
-Es preciosa –dije cuando pude hablar sin llorar- y especial.
-Especial y única porque es tu hija, Mercedes, sólo por eso.
-Tengo... tengo miedo... mucho miedo... yo no sé si sabré... ¡Oh
Dios, es tan pequeña y frágil!
-Tienes que saber que hay centros donde la pueden cuidar...
-Lo sé, ya me han informado... pero mi hija va a necesitar a su madre
más que nadie, y yo a ella.
-Y siempre podrás contar conmigo... que no se te olvide.
Se alejó de mí mientras se mordía un labio en una media sonrisa y
disimulaba las lágrimas.
-Roberto está fuera –dijo colocando el ramo de rosas en un vaso de
agua-, ha ido con tu padre a ver a su hija.
Cuando nació Laura sentí que mi vida era un cuento de hadas al revés.
Se me abrió un futuro bajo mis pies sin tregua, surgían sensaciones a
borbotones que no podía controlar; tan pronto el miedo se apoderaba de mí ante
la fragilidad de mi hija y me dejaba días sin poder hablar, como una fuerza
inusitada se asentaba en mis ojos y me hacía seguir y seguir...
En aquel tiempo doña Asunción fue mi mejor apoyo. Vivimos durante el
verano y parte del invierno de 1980 en una pensión cerca del hospital Niño Jesús de Madrid, donde Laura estaba
ingresada. Ella quiso estar conmigo y yo necesitaba una amiga. Mi padre había
tenido que irse a Galicia, a trabajar.
Una tarde que me hundía la impotencia, al llegar al hospital vi a dos
mujeres al lado de la cama de mi hija. Al acercarme una de ellas me miró.
-Merche...
Algo resonó dentro de mí al oír su voz y la miré más despacio.
-¿Mamá...? –pregunté casi sin voz acercándome a ella.
Entre tinieblas me abrazó y por un momento me perdí en sus brazos,
pero enseguida, como si hubiera recibido una descarga eléctrica me separé de
ella. Venía con Fernanda.
-¿Qué haces aquí? –pregunté tomando la manita de mi hija.
-Quería conocer a mi nieta.
-¿Por qué? –le pregunté sin fuerza pero con desprecio.
Había tantas preguntas encerradas en ese porqué, que la habitación se
llenó de tensión. El silencio se hizo de acero e interminable, y mi madre bajó
la vista al suelo.
Fernanda rodeó mis hombros a
la vez que se interesaba por lo que decían los médicos.
-Dicen que ya tiene los pulmones más fuertes –le contaba sonriendo a
mi niña-, antes de que acabe el verano empezaremos la rehabilitación y luego ya
se verá...
-Eso está muy bien. Pero, Mercedes –dijo apretando mis hombros-, no
olvides cuando mires al futuro que los médicos se equivocan porque sólo son humanos.
Los niños nunca evolucionan igual... cada uno es un mundo diferente...
Al cumplir la niña ocho meses empezó la rehabilitación.
Doña Asunción había tenido que volver a Sigüenza al acabar el verano,
desde que había muerto su tío don Cosme ejercía su profesión de maestra allí.
Yo decidí quedarme a vivir en Madrid, sería más fácil para mi hija. Con mis
ahorros y la ayuda de mi padre compré un pequeño apartamento en las afueras.
Encontré un periódico en el que colaboraba semanalmente y suplía de vez en
cuando a algún profesor de literatura; papá me enviaba algo de dinero por lo
que cuando dieron el alta a mi hija no nos faltó de nada.
Desde nuestra casa había que ir al hospital todos los días para la
sesión matutina de rehabilitación; decidí sacarme el permiso de conducir y
dejar a Roberto que me ayudara. Nunca le había impedido que viera a su hija, pero
yo no sabía lo que sentía por él, sólo sabía que era el marido de mi única
amiga. Lo supe aquella noche en la que después de que nuestra hija se quedara
dormida nos miramos a los ojos. Me cogió en brazos y volví a respirar el olor
de la pasión. Nos besamos con la rabia de dos ciegos que buscan la luz...
-No puedo... –dije separándome de él.
Me dejó en el suelo.
-Pero tú me deseas... –dijo apretando los labios y sin soltar sus
manos de mis brazos.
-Sí, Roberto, pero eso no es suficiente.
-Nos vamos a divorciar en cuanto entre la ley...
Separé sus manos de mis brazos y fui hacia la cocina.
-Mañana volveré para llevar a Laura al hospital –le oí decir al cabo
de varios minutos cuando se marchó.
Todos los días le veía coger a su hija y algo se me marchitaba por
dentro. Su ternura, su cuidado, su dedicación, verle en una faceta que ni
siquiera imaginé me llenaba de inseguridad. La sonrisa de Laura cuando empezó a
conocernos nos estaba convirtiendo en una familia de papel.
Aprobé el carné de conducir y volví a llevarla yo a rehabilitación.
Trabajaba con ella junto a la fisioterapeuta que la trataba; me enseñó a hacerle
ejercicios que le repetía a mi hija cada noche aun estando dormida. El
periódico y mis suplencias como profesora se llevaban el resto de mi tiempo,
poco podía pensar en Roberto aunque mi loco corazón había vuelto a escribir
poesía. Y esa poesía me ayudaba:
Aprender a mirar con los ojos de dentro
y vivir... vivir sí,
con ansía, con furia
embistiendo a la tristeza
llorando a carcajadas
arañando en la alegría...
Varios meses después Fernanda me esperaba una mañana en el hospital,
quería hablarme de mi madre. Dejamos a la niña en el gimnasio y fuimos a la
cafetería.
-¿Te ha pedido ella que vengas?
-Eso es lo último que haría...
-No lo sé, no la conozco.
-Es tu madre, no te pongas a la defensiva ni juzgues sin saber; por
favor, Mercedes –me dijo con una expresión de cansancio en la que descubrí lo
mucho que había envejecido desde la última vez que la vi.
-Vale... perdona.
-Sé que te resulta muy difícil, pero las dos habéis vivido una
mentira y creo que debes escucharme, y luego piensa y juzga –Fernanda miró un
momento a la ventana, respiró hondo y siguió hablando-. Hace muchos años te
dije que no conocías a tu abuela en absoluto, tu madre sí la conocía y ni por
un segundo sospechó que no fueras más feliz con ella que con nadie. La guerra
civil nos cambió a todos, a todos. A tu madre la convirtió en una niña huidiza
e insegura y luego al perder a Isabel y dejarla el hombre que amaba se marchó
para volver a vivir y no volverse loca.
-¿Y yo?
-Te lo repito, Mercedes, ella no podía imaginar que no fueras feliz
con su madre, de hecho fui yo la que le dije que te pasaste años buscando a tu
padre y queriendo alejarte de Bernarda. Empezó a ser consciente de que te había
abandonado entregándote a su madre, en
el entierro de mi madre Micaela al no verte allí, y por eso vino.
-¿Me estás diciendo que mi infancia y soledad fueron un efecto
colateral de la guerra civil?
-De tu soledad no, pero de la mía y de la otros muchos sí... –rebuscó
en su bolso un cigarrillo, estaba temblando-. Tu madre se equivocó al pensar
que todo lo que ocurrió sólo la había cambiado a ella –dijo antes de encender
el cigarro.
-¿Y qué quieres que haga yo? No estoy preparada para querer a una madre
que no conozco, que me dejó cuando tenía cuatro años... tengo veintiocho...
toda una vida –pregunté al cabo de varios minutos.
-Sólo quiero que pienses que la gente que reconoce sus errores merece
ser escuchada, pero yo jamás te obligaré a nada ni ella tampoco. ¡Venga! –dijo levantándose y apagando su cigarrillo-. Vamos
a ver a Laura.
1 comentario:
cuando presenté mi primer libro en Toledo dije que algún día escribiría una historia tocando la discapacidad desde los ojos de una madre. El nacimiento de Laura y el final de la novela fue lo único que tenía claro cuando empecé a escribirla. Lo demás surgió a base de mucho trabajo, estudio y leyendo cientos de testimonios.
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