Silencios contados a media voz. Sonrisas
quietas en labios mudos. La historia de una vida y de las vidas que acompañaron
a ésta. La historia de mis gentes, de nuestras gentes, de una guerra entre
hermanos. Historias de la historia trazadas con una pluma ágil, costumbrista,
tan experimentada y precisa como lo es la de los mejores narradores
contemporáneos. Todo eso y más es, Las palabras del viento, de María Narro. Una
obra que, sin lugar a dudas, se merece un puesto destacado en nuestra narrativa
contemporánea. Una historia que te arrancará sonrisas, lágrimas y admiración,
como suele hacerlo un trabajo preciso y lleno de magia”
Antonia J
Corrales. Escritora y Correctora
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Fue un amago de Guernica, lo has hecho de maravilla. Con esa sensibilidad
que roza el dolor sin perder la sonrisa. Sigüenza se merece un sitio en la
historia que le corresponde.
Y tú la has colocado donde se
merece...
Almudena (Madrid)

La novela...

La novela...
(cada capítulo lleva nombre de mujer)

16 sept 2015

Mercedes (8 -I)


Pasé días enteros releyendo la carta de mi padre, la guardaba debajo de la camisa grande que me ponía para limpiar; buscaba entre las sombras a mi hermana para que me aclarara algo, pero nada. Tenía cuatro años cuando murió, eso es lo único que me dijo mientras dormía. No se acordaba de más... algo lógico.
Una noche al acabar mis clases que, sin saber porqué noté a Fernanda más cercana de lo habitual, le pregunté si ella había conocido a mi hermana Isabel.

-Sí –me contestó sonriendo con una dulzura, que nunca había visto en su cara-. Después de lo que pasamos... las mellizas de Alicia fuisteis el mejor regalo para todos.
-¿En serio? –pregunté queriendo alargar aquella sonrisa.
-Sin lugar a dudas, Mercedes –dijo acariciándome la cara.
-¿Y qué pasó? ¿Cómo murió mi hermana?
-¿No lo sabes?                                                                   

Me vio hacer un gesto de negación a la vez que recogía todos sus papeles y los guardaba en una carpeta roja.

-Pregúntaselo a tu abuela, aprovecha las vacaciones de Navidad, que están próximas, y habla con ella –me dijo poniéndose de pie.
-No me contará nada... la conozco de sobra.
-No, Mercedes, no la conoces en absoluto –dijo mirándome sin verme- conoces la amargura y decepción que se apoderó de ella cuando murió Isabel y ya no pudo aguantar más. Tu abuela es bruta como ella sola y más terca que una mula, pero tiene el corazón más noble de toda la Alcarria.
 
Antes de irme a mi cuarto pasé por la cocina a tomar un vaso de leche. Cuando  rebuscaba una magdalena en la despensa y recordaba las palabras de Fernanda que me hacían mirar a la abuela desde otra perspectiva y embrollaban todo mucho más, entró sor Dolores. Estaba haciendo la ronda para apagar todas las luces del colegio; mientras me tomaba el vaso de leche me habló del baile del sábado. Irían los chicos de la SAFA,
aunque no sólo ellos, pues el año anterior armaron bastante revuelo por lo que este año irían con algunos alumnos del seminario; todas las residentes de las Ursulinas que quisieran, incluida yo y algunos curas y hermanas para servir refrescos y vigilar que nadie se portase mal... “Éste año saldrá mejor”. Me parecía fantástico todo lo que me contaba, pensaba mojando la magdalena, pero...

-Es que yo no sé bailar, bueno sí... suelto he bailado en las fiestas de mi pueblo... y agarrado... pues no, ¡ah bueno, sí...! Agarrado bailé una vez con una escoba en casa de la abuela para su cumpleaños... pero con chicos no sé –dije acabándome la leche.

La madre superiora me dijo entre bostezos y mandándome a la cama que bailar con chicos es igual  que bailar con una escoba...  y recalcó: exactamente igual.
Cerca del sábado y mientras todo el convento se había volcado en preparar el baile, que tendría lugar en el gimnasio, nos avisaron de la asistencia al mismo del señor obispo. Sor Dolores nos reunió a todas.

-A ver... silencio y tranquilidad –dijo dando dos sonoras palmadas al aire y mostrándose más nerviosa que ninguna-, su ilustrísima el señor obispo al no poder venir para la fiesta de Navidad como todos los años vendrá el sábado... y no tenemos preparado nada –concluyó sentándose de golpe en una silla.

Un denso silencio y alguna muda protesta siguió a sus palabras. Alguien dijo que el coro podía cantar antes de empezar el baile, se podía alargar el besamanos... o recitar poemas de Santa Teresa de Jesús.

-¿Cómo has dicho, Mercedes? –preguntó la madre superiora poniéndose de pie.

Fernanda contestó por mí, asintiendo mientras sonreía de oreja a oreja, y diciendo que yo lo haría fenomenal.

Faltaban dos horas para que llegara el obispo, todo estaba preparado. Sor Dolores había accedido a que recitase con la condición de que nadie dijera que no era una alumna más de las Ursulinas. Los poemas los eligió ella y a mi me pareció bien pues los acababa de estudiar con Fernanda y me los sabía de memoria. Lo malo fue... bueno, la verdad es que fue estupendo.
La hermana portera me dijo que Javier Salgado me estaba esperando en la puerta. Ésta vez sí sabía que ese Javier era Morse, también sabía que aquella tarde no me podía marchar por lo que salí terriblemente apenada a contárselo. En la portería me encontré con un grupo de chicos de la SAFA que al identificarse fueron conducidos hacia el gimnasio. Vi a Morse sentado en un banco y me acerqué mirando al suelo. Se lo conté y... al mirarme con tristeza bañada en resignación lo tuve claro, yo no podía verle así:

-A no ser que quieras venir a un baile –le dije mirando a otro grupo de chicos del colegio de la Sagrada Familia que entraban por la puerta.
-¿Qué tengo qué hacer? –me preguntó inquieto y sonriendo.
-Escucha –le dije apretando sus manos-, creo que quedan por venir algunos seminaristas, tú te juntas al grupo confundiéndote con ellos y no dices nada... o asientes o niegas pero nada más... y te santiguas mucho, te santiguas cada vez que hables.

Dentro ya del gimnasio y mientras estaba en una larga fila de chicas para besar el anillo del señor obispo, buscaba a Morse muerta de nervios. No le vi y pensé que su timidez había vencido a sus ganas de verme. Primero cantó el coro que fue ovacionado por todos los asistentes, después se narraron algunos versículos de la Biblia y por último me tocó a mí que recité harta y cansada de estar encerrada allí...

<<¡Ay, qué larga es esta vida!
¡Qué duros estos destierros,
esta cárcel, estos hierros
en que el alma está metida!
Sólo esperar la salida
me causa dolor tan fiero,
que muero porque no muero...>>

Cuando acabé el poema se oyó un ¡bravo! Y numerosos aplausos le siguieron, pero yo ya sabía que Morse había conseguido entrar. Antes de irse el señor obispo dijo que quería ver bailar a esa sana juventud, futuro de todos. Una hermana se acercó al tocadiscos y sonó el Desde que llegaste sólo vivo cantando que había ganado un
festival muy importante aquel año... fuimos muy pocas las que nos animamos a bailar; luego, la voz de Adamo colocando mis manos en tu cintura llenó el gimnasio de ilusión. Dos chicos se acercaron a mí pero Morse se adelantó a ellos y, santiguándose, me invitó a bailar. Fernanda se le quedó mirando y le iba a decir algo cuando sor Dolores la llamó para acompañar a su ilustrísima que se iba ya.
Mi primer baile, la primera canción lenta que bailé con un chico, fue con Morse. Y no, no era una escoba. Quedó claro ante los demás chicos y chicas que éramos novios pues no nos soltábamos de la mano y bailamos juntos todas las canciones. También quedó claro que mi chico estudiaba en los Maristas de Guadalajara.
Morse cuando se ponía a mentir, era el mejor.

Dos días antes de Navidad me dieron una semana de permiso y me fui a Pelegrina. Mi abuela seguía pasando todo el día en la cama, se negaba a usar la silla de ruedas, por lo que su habitación se había convertido en cuarto de estar. Fernanda les había conseguido un pequeño televisor y las dos pasaban aquel frío invierno pegadas a él y oyendo la radio. Ese año no habían hecho matanza y como apenas podían salir de casa, ambas se habían vuelto unas fervientes seguidoras de Elena Francis. Quizá fue ese el cambio que noté pues se interesaban por mis cosas como nunca, hasta la tía Micaela me dijo:

-No te habrás enamoraó de algún seminarista ¿verdad?

Se notaba que Fernanda iba por allí todos los días y les había contado lo del baile, pero a mí me llamaba la atención la abuela. Más sosegada, más calmada... y me había abrazado cuando le fui a dar un beso.
Cenamos un trozo de tortilla de patata y algo de turrón, calenté una bolsa de agua para la cama de cada una y me fui a dormir mientras ellas se reían viendo a un tal Tony Leblanc en la televisión.

1 comentario:

María Narro dijo...

sospecho que cuando yo estudiaba me quedé con las ganas de organizar un baile en el gimnasio ;)
Ir dándole la vuelta al carácter de la abuela fue precioso y lleno de sorpresas, o sustos.