Silencios contados a media voz. Sonrisas
quietas en labios mudos. La historia de una vida y de las vidas que acompañaron
a ésta. La historia de mis gentes, de nuestras gentes, de una guerra entre
hermanos. Historias de la historia trazadas con una pluma ágil, costumbrista,
tan experimentada y precisa como lo es la de los mejores narradores
contemporáneos. Todo eso y más es, Las palabras del viento, de María Narro. Una
obra que, sin lugar a dudas, se merece un puesto destacado en nuestra narrativa
contemporánea. Una historia que te arrancará sonrisas, lágrimas y admiración,
como suele hacerlo un trabajo preciso y lleno de magia”
Antonia J
Corrales. Escritora y Correctora
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Fue un amago de Guernica, lo has hecho de maravilla. Con esa sensibilidad
que roza el dolor sin perder la sonrisa. Sigüenza se merece un sitio en la
historia que le corresponde.
Y tú la has colocado donde se
merece...
Almudena (Madrid)

La novela...

La novela...
(cada capítulo lleva nombre de mujer)

8 sept 2015

Bernarda Alba (capítulo 16- II)


No muy lejos de allí, en Brihuega, durante todo el día los italianos bombardearon con su artillería el frente republicano, rompieron la línea del frente con ayuda de sus tanquetas, pero la niebla y la lluvia les impidieron avanzar con verdadera rapidez.
Al día siguiente las tropas italianas continuaron su avance con tanques pesados, pero de nuevo con escasa visibilidad para maniobrar, lo cual permitió que casi toda la 50° Brigada Mixta del Ejército Popular pudiera retirarse casi sin bajas... Así estuvieron hasta el día once de Marzo en el que las tropas españolas del bando nacional consiguieron tomar Brihuega.
Briguega, guerra civil

Su propósito: llegar a Guadalajara para avanzar desde el norte hacia  Madrid.

Mientras, los italianos hacían retroceder a los republicanos a la vez que el cielo, quizás quejándose por la sangre absurdamente derramada, seguía frenando la batalla con sus inclemencias meteorológicas.
Hasta que el día doce los soldados republicanos, sigilosos, atravesaron la niebla, como sombras guerreras, cargados de bombas de mano, fusiles-ametralladores, morteros ligeros, ametralladoras Maxim y una fuerte provisión de explosivos de toda clase.
Su misión: recuperar Brihuega.
El día veintitrés lo consiguieron, de nuevo el bando republicano al mando del pueblo de  Brihuega. Orgullosos y victoriosos olvidaron los más de seis mil muertos entre italianos y españoles en tan cruel y absurda toma. Soldados, civiles... daba igual, sólo contaba que habían conseguido recuperar el pueblo.

La guerra es así: un gran tablero de ajedrez donde los mandos disponen y mueren los peones.

Poco a poco y como la guerra se iba alargando el pueblo volvió a la normalidad. Una normalidad vigilada por soldados, llena de carreras y miedo... mucho miedo a los aviones. Casi todos habían vuelto a sus casas, el refugio apenas se utilizaba, debían aprender a embrutecerse o a lo que era lo mismo: a sobrevivir. Muchos eran los que seguían echándose al monte para no alistarse en el ejército; otros se alistaban voluntarios. Para defender o atacar, en muchos pueblos ya no se sabía qué bando defendía ni qué bando atacaba. Ni porqué a ti te toca con los republicanos y a mí con los nacionales. La confusión y sobre todo la envidia empezaban a reinar. Seguían escuchando testimonios dantescos de los que venían huyendo y les abrían los brazos y sus casas por el tiempo que necesitaran, pero eran ellos, los que se conocían de toda la vida, los que empezaban a mirarse mal.

Después del verano comenzaron a circular unas misteriosas listas negras, en ellas figuraban los nombres de quienes por alguna razón había que vigilar, o no olvidarse de ellos. Nadie sabía quién las redactaba pero todos las temían.

-¡Dios te salve de estar en alguna lista! –se decía.

Fue Zacarías el que, por alguna de esas razones ocultas del destino, se hizo con una de esas listas en Pelegrina. Había tantos nombres conocidos que se asustó y la guardó en seguida. Allí estaba escrito el nombre de sus padres, de don Perico, de Jacinto y hasta el de Samuel que ni siquiera era español. ¿Qué significaba eso? ¿Por qué sentía más miedo por sus padres que si hubiera estado él en la lista? Eran ya muy ancianos, pero sabía que nunca se habían llevado bien con la gente del pueblo.

Encarna, su mujer, se dio cuenta de que algo le pasaba, él la esquivó y no se lo contó a nadie. A Jacinto tampoco ¿para qué? Si aquello era una sentencia de muerte, que no lo sabía, sentenciados a muerte en una guerra estaban todos... ¿Para qué asustarles antes de saber lo que había detrás de esas listas?

-Cuida de mis padres –pidió Zacarías a su mujer.
-¿Adónde vas? –le preguntó ésta agarrando una de sus manos.
-A Sigüenza para ver lo que hay que arreglar de nuestra casa y conseguir información sobre mi hermano. No te preocupes, vuelvo enseguida.
-Ten mucho cuidado, por favor.

La dio un beso y le pidió que cerrara bien la puerta de la casa.

-Y no dejes entrar a nadie. A nadie, Encarna, a nadie.
 
No consiguió enterarse de nada. Nadie sabía nada de las listas, aunque todos habían oído hablar de ellas. Ni los rojos, ni los nacionales sabían lo que significaba; igual sólo era envidia, los viejos rencores del pasado que volvían a crecer dentro de los pequeños pueblos mientras España entera se mataba sin saber por qué.

En 1938, después de haber arreglado los desperfectos de su casa con la ayuda de Jacinto y una de sus cuadrillas, Zacarías se disponía a volver a Sigüenza. Sus padres se negaron en un principio a irse a vivir con él y su familia, pero al darse cuenta de que en Pelegrina ya no hacían nada accedieron. La primavera se había adelantado... luego vendría el frío de nuevo, apetecía pasear y los padres de Zacarías se fueron a despedir del pueblo antes de marcharse. Él y Encarna cargaban todo en el coche mientras los niños jugaban al fútbol con un balón medio roto en la parte de atrás de la casa. Los ancianos tardaban en regresar y su mujer fue a buscarlos. Sentado en el poyo de la casa leía el avance de los nacionales hacia Madrid... ¡No pasaran!, gritaban los madrileños.

Otro grito, el de su mujer, le hizo ponerse en pie como un rayo dejando caer el periódico de sus manos. Los gritos de dolor de Encarna no dejaban de oírse; intentando orientarse para saber de dónde venían empezó a correr prisionero del pánico hacia la entrada del pueblo. Estaba en el lavadero; arrodillada en el suelo lloraba desconsoladamente. Fue a por ella sin dejar de decir su nombre... al acercarse vio los cuerpos de sus padres flotando en el pilón.
 
El llamamiento a filas de Juanito llegó casi al mismo tiempo que la noticia del fallecimiento del marido de la señora Angustias en el frente. Su hijo, el otro chaval de diecisiete años, se libraba de ir a luchar por eso. Con el asesinato de los padres de Zacarías sumado a que la comida empezaba a escasear se complicaba todo hasta lo indecible.

Jacinto preparaba su huida al monte con toda su familia, por nada del mundo iba a dejar que se llevaran a su hermano...

-No me voy a esconder, la patria me llama y mañana me presentaré en el cuartel de Sigüenza –le dijo el chico cuadrándose ante él.
-Esto no es un juego, anda y no hagas el idiota..
-Te repito que mañana me voy a Sigüenza y de allí a Zaragoza.

Su hermano intentó pegarle una bofetada para que acallara las absurdas ideas de ir a ningún cuartel, pero Juanito agarró su brazo antes de que le rozara la cara. Tenía más fuerza que él. Se había hecho mayor en la guerra. Un niño-hombre al que ya no conocía nadie.

Bernarda con la niña pegada a sus faldas observaba la escena desde la puerta de la cuadra. Cuando Juanito se fue a despedir de Carmina se arrimó a su marido:

-No te preocupes, recuerda que dicen que la guerra está casi acabada... o con suerte el chico tiene los pies planos como tú y le mandan pa casa o... Zacarías... seguro que Zacarías nos puede ayudar.
-Zacarías anda como ido, encerrado en su casa desde que mataron a sus padres, sólo dice que fue culpa suya porque bajó la guardia. ¿Qué guardia ni que leches? Creo que no está en  condiciones para ayudar a nadie, al revés... Encarna tiene miedo de que haga alguna locura.
-Entonces... –musitó Bernarda mirando al suelo mientras las lágrimas, cansadas, muy cansadas, escapaban de sus ojos.

Dos meses después, el siete de agosto del 38, les llegó la primera carta de Juanito. Estaba en una masía de la Sierra de Cardó, en Tarragona; decía que tenían que defender la orilla de río Ebro, que en las trincheras tropezaba con soldados muertos de su edad y ya no le daba miedo...

Jacinto lloraba con la carta de su hermano entre las manos. Todo el dinero que les dejó su tío les había hecho más daño que bien; la república le quitó tierras, le enseñaron a odiar, a defender lo que era suyo, le convirtieron en cacique... y ¿para qué? Si ahora la República se lleva a Juanito a luchar en una guerra que tiene perdida de antemano según los periódicos. Sólo es un niño envejecido por la guerra. La quinta del biberón dice el cartero que la empiezan a llamar.

                                 ¡La decisiva batalla del Ebro!

Rezaban casi todos los periódicos en titulares.

La siguiente carta llegó a finales de octubre, tan preocupados y deseosos de noticias como estaban leyeron con avidez la carta en la que tocaron el miedo y tristeza que se escondía en aquellas trincheras...
 
...no podremos resistir mucho más, por mucho que se empeñen no podremos. Pero no os preocupéis por mí, creo que ya estoy muerto aunque siga disparando...

Jacinto arrojó la carta al suelo y salió corriendo. No volvió en dos días, Bernarda sabía que tenía que purgar su dolor auque se le caía la casa encima de miedo, tristeza y soledad.

Los días iban pasando y cuando se aproximaba la Navidad más triste de sus vidas apareció don Perico colgado de una soga. El maestro se había ahorcado dentro de la escuela. Fue don Cosme el que no creyó en su suicidio.

-Si había alguien que amaba la vida y tenía miedo a morir, ese era don Perico –dijo el cura.
-¿Lo han mataó? ¿Pero quién?
-Eso es imposible saber en una guerra, Micaela.

Todos sospechaban del barbero y todos callaban. Discutieron cuando el maestro quitó los crucifijos del colegio y no se volvieron a mirar a la cara; en realidad ya no se hablaba con nadie del pueblo. Desde que había vuelto herido del frente era como si no conociese a nadie, o como si buscara un culpable de la guerra.

Micaela se llevó a la pequeña Alicia unos días a Pelegrina y don Cosme decidió acompañar a Fernanda a Sigüenza; Samuel el argentino fue con ellos. Había que buscar comida, o comprarla o hacer trueques. Las pequeñas huertas no daban para todos, ni las tres cabras que le quedaban a Jacinto tenían leche suficiente, los soldados de un bando o de otro, se habían ido apropiando de los corderos hasta dejarle seco el corral.
Después de todo un día buscando consiguieron tres sacos de avena, dos de harina, varias gallinas y dos cabras más. Iban a pasar los días de Navidad juntos en el refugio. Había muchas ausencias... ausencias que cada vez pesaban más. Querían que Zacarías y Encarna les acompañaran y pasaron por su casa a decírselo. Les dolió enterarse de las noticias de Juanito y no daban crédito a la muerte del maestro...

-No puede ser, no –Zacarías paseaba de un lado a otro de la habitación negando exageradamente-, no puede ser... ¡La lista!

Una pequeña explosión inmovilizó el tiempo haciéndoles agacharse a la vez que se cubrían la cabeza con sus manos.

-¿Qué ha pasado? –preguntaron sin palabras.
-¡Ha sido al lado de las escuelas! –se oyó gritar desde la calle.
-¡Los niños!... ¡Mis hijos! –chilló Encarna antes de perder el sentido.

Estaban jugando, no sabían lo que era y golpearon la granada sin explotar como si fuera un balón, contaría luego Fernanda.

-Sólo Miguel está herido... ha sido un milagro que no le matara. Una ambulancia se lo ha llevado a Guadalajara, sus padres iban con él y nosotros nos hemos traído a Álvaro.
-Le cuidaré como si fuera mi hijo –dijo Jacinto.
-Está muy asustado... –decía Samuel mientras el niño corría a los brazos abiertos que le extendía Bernarda.
Aquella noche el argentino tardó en conciliar el sueño, impresionado como estaba con la sangre y aullidos de los niños. El nuevo embarazo de Dolores no llegaba en buen momento por mucho que deseara tener más hijos. Pero había otra cosa a la que no dejaba de darle vueltas...

¿Qué había querido decir Zacarías con eso de la lista antes de oírse la explosión? ¿La muerte del señor maestro tenía que ver con una lista? ¿Lista negra? Él sabía que eso podía ocurrir porque llegó a España huyendo de los alemanes por no querer unirse a ellos. No había vuelto a usar el código morse desde que salió de la Argentina, aunque a veces se sorprendía golpeando con los dedos en piedras o en una mesa. Por instinto, sin darse cuenta.
¿Le habrían descubierto? Sólo su mujer sabía que era el mejor radiotelegrafista de su país y que se negó a unirse al ejército de Hitler.
 ¿Figuraría él también en una lista?

Pocos días después de Navidad tuvieron que amputarle una pierna a Miguel, el hijo de Zacarías. El niño tendría que aprender a andar con una pierna ortopédica mientras sus padres seguían arrastrándose por sobrevivir.

“No es el momento de preguntar nada”, se decía Samuel.

Cuando apareció calcinada la escuela los niños del pueblo se quedaron definitivamente sin colegio, don Cosme repasaba con ellos sumas y restas en la sacristía de la iglesia a la espera de que la maestra de Pelegrina los pudiera acoger. Sólo irían a la escuela del pueblo vecino los niños más pequeños, a los mayores se les necesitaba ya en el campo o como peones de albañiles para volver a construir Sigüenza. Dos de esos pequeños eran la estampa preferida de casi todos: Álvaro y Alicia.

Siempre estaban juntos. Sus conversaciones llenaban de ternura y pureza cualquier rincón sucio de guerra, hasta el niño había olvidado la sangre de su hermano al estallarle la granada. Cuidaba de la pequeña Alicia con tanto mimo que tenías que sonreír al verlos aunque lloraras por dentro; con su bracito por encima de los hombros de la niña. Un matrimonio de ángeles, decía don Cosme, él de seis años y ella de cuatro.

Mientras, en el hospital de Guadalajara, los padres del pequeño no lo estaban pasando bien. Se hundían, se hundían cada vez más, aunque los rumores del final de la guerra corrieran a voces por los pasillos. Pero fue volver a ver a su hijo caminar sin ayuda de muletas cuando  vieron la puerta de salida abierta...  

-¡Nos vamos a México! –dijo Zacarías.
-¿Huimos?
-No, cariño –dijo cogiendo y apretando las manos de su mujer-, los niños son el futuro y nosotros vamos a luchar por el futuro... vamos a luchar por nuestros hijos. No quiero que Miguel camine siempre con el miedo de tropezar con otra granada.

Encarna se abrazó llorando a su marido, quizá adivinando también esa puerta.

-Pero... dicen que la guerra se acaba.
-¿Y qué? –preguntó Zacarías mirando hacia el futuro, mirando hacia su hijo-. Cualquiera que haya vivido en España durante los últimos cinco años ha visto el odio que se ha acumulado para saber que el fin de la guerra no traerá la paz...

A las diez y media de la noche del día uno de abril, Radio Nacional de España emitía el siguiente comunicado:  
Burgos, 1939

En el día de hoy, cautivo y desarmado el ejército rojo, han alcanzado las tropas nacionales sus últimos objetivos militares. La guerra ha terminado.

 El Generalísimo: Franco.

 Burgos, 1º de abril de 1939

 

Dos días antes habían quemado y casi destrozado la casa de Bernarda Alba y de Jacinto.  

Todo ocurrió muy rápido después. El hombre sacó una pistola que Bernarda nunca antes había visto. Intentó detenerle mientras los niños lloraban, pero no pudo. Sólo gritaba que ya no aguantaba más y empezó a caminar amenazando con el arma a quien se interponía en su camino hacia la casa del barbero. De pronto sonaron tres tiros... ¿De dónde? ¿Quién? Tres tiros que rasgaron un silencio lleno de envidia y rencor.

Tres tiros que desgarraron el alma de Bernarda al ver cómo caía su marido sobre el suelo gris de la plaza.

El día que acabó la guerra enterraron a Jacinto. Zacarías y Encarna llegaron cuando salían del cementerio...
-Estaba en la lista, ¿verdad? –preguntó Samuel agarrándole de un brazo y hablando en voz baja.
Zacarías asintiendo y sin poder hablar le tendió la lista. 

-Tú lo sabías, maldito cabrón... ¡Tú sabías que iban a matar a mi Jacinto y no dijiste! –se oyó gritar a Bernarda a la vez que comenzaba la emisión de Radio Nacional.

1 comentario:

María Narro dijo...

si difícil fue empezar la guerra (para mí, como escritora) avanzar hacia el final mientas éste se alargaba incongruentemente fue demoledor. Pero aprendí muchísimo.
Y un pequeño aroma de ternura y humor nunca me abandonó entre tanto drama.