Silencios contados a media voz. Sonrisas
quietas en labios mudos. La historia de una vida y de las vidas que acompañaron
a ésta. La historia de mis gentes, de nuestras gentes, de una guerra entre
hermanos. Historias de la historia trazadas con una pluma ágil, costumbrista,
tan experimentada y precisa como lo es la de los mejores narradores
contemporáneos. Todo eso y más es, Las palabras del viento, de María Narro. Una
obra que, sin lugar a dudas, se merece un puesto destacado en nuestra narrativa
contemporánea. Una historia que te arrancará sonrisas, lágrimas y admiración,
como suele hacerlo un trabajo preciso y lleno de magia”
Antonia J
Corrales. Escritora y Correctora
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Fue un amago de Guernica, lo has hecho de maravilla. Con esa sensibilidad
que roza el dolor sin perder la sonrisa. Sigüenza se merece un sitio en la
historia que le corresponde.
Y tú la has colocado donde se
merece...
Almudena (Madrid)

La novela...

La novela...
(cada capítulo lleva nombre de mujer)

15 sept 2015

Bernarda Alba (11-II)


Casi a finales de Septiembre y cuando la comida les empezaba a escasear porque los soldados les quitaban su ganado para comer, Micaela llegó del río llorando. Venía de lavar y allí se enteraban de todo.

-¡Dame el carro! –le ordenó a su hermana-, me voy a por mis hijas y la niña Lucía a Sigüenza  ¡Ya no aguanto más...
-No puedes, Jacinto ha prohibido a todo el mundo subir allí.
-Me importa dos mierdas lo que diga tu Jacinto. El mes pasado cuando los nacionales asaltaron el pueblo y se profanaron iglesias quise ir a por ellas, y tu marido no me dejó. Ahora sé que mis hijas de leche están pasando hambre en el hospicio, desde que bombardearon las vías del tren no llegan alimentos y cada vez hay más refugiados... ¡tú los viste pasar por aquí! La aradio del señor alcalde no dice nada, pero la mujer del cartero ha dicho que se están violando monjas y matando curas y frailes por toda España... y yo me voy a por mis hijas porque la creo –dijo encaminándose a la cuadra mientras lloraba-,  y si no quieres que nos quedemos aquí nos iremos a mi casa...
-Voy contigo –le dijo Bernarda quitándose el delantal.
-Estás embarazá y te quedas aquí...
-Pero no estoy enferma y en mi casa mando yo. ¡Mete un cordero al carro pal hospicio!

Dejaron a Juanito cuidando de la pequeña Alicia y las dos hermanas partieron hacia Sigüenza aquel veintinueve de septiembre, a primera hora de la mañana.
Llegaron por el camino del pinar esquivando a los soldados. Escondieron el carro y las mulas en unos matorrales y cogiendo al corderillo siguieron andando. Cerca de la plaza Mayor empezaron a ver ruidosos aviones en el cielo. Había mucha gente en las calles mirándolos con curiosidad, hasta que soltaron la primera bomba. Entonces todo se convirtió en pánico y carreras. Las bombas caían por todas partes...

-¡A la catedral, Bernarda, corre! –dijo alguien agarrándola con fuerza de un brazo.
-¡Mi hermana, Zacarías! –le suplicó cuando vio su cara.

El hombre salió corriendo y regresó con la mujer que llevaba el corderillo en brazos.

-¡El puto cordero que se había escapado! ¿Dónde está Jacinto? –le preguntó a Bernarda.
-No sabe que hemos venido –respondió abrazando a su hermana.
-¡Estáis locas! –sentenció mientras se iba a ayudar a los heridos que iban entrando en la catedral.

Seguían cayendo bombas entre llanto y miedo. Las dos mujeres también ayudaban después de haber dejado el corderillo atado a un banco.
Era imposible salir de allí hasta que no anocheciera, los bombardeos eran intermitentes y había mucho que hacer curando heridos y consolando a los niños.
Las noticias que les llegaban de fuera de la catedral resultaban un tanto confusas, estaban destruyendo Sigüenza y había cientos de muertos por las calles.
Después de muchas horas consumidas por el miedo encontraron a Fernanda sentada en un rincón de la catedral con las piernas abrazadas. Estaba como ida, perdida, desencajada. Bernarda, exhausta de cansancio, intentó hacerla reaccionar pegándola dos cachetes...

-¡Han destruido el hospital y el hospicio!... No queda nada... ¡Han matado a todas las monjas y los niños...! –gritó alguien con un dolor inconcebible.
 
Abrazó a Fernanda con todas sus fuerzas mientras empezaba a sentir un agudo dolor en el vientre que no la dejaba respirar, y veía a su hermana sujetándose en la pared.  

Zacarías acompañó a las tres mujeres al carro cuando anocheció. Ambas hermanas abrazaban a Fernanda, que seguía mirando al vacío, sin dejar de llorar; las vio partir y él también huyó de aquel infierno. Necesitaba a su familia.
Al llegar a su casa Satur y el argentino aún hacían compañía a Jacinto. Las daban por muertas, Juanito las había oído decir que iban a Sigüenza, entre todos tuvieron que pararle para que no fuera a buscarlas....

-Satur, trae a tu mujer –le pidió Bernarda con los labios apretados.
-¿Para qué? –preguntó al mismo tiempo que veía la sangre correr por sus piernas-. Ahora mismo.

El bebé era un niño demasiado prematuro.
Le enterraron dos días después junto al recuerdo de Pilar y la niña Lucía, del niño Damián que se puso tan contento con sus muletas nuevas de madera, y el recuerdo de tantos otros... tantos otros.
 
Las pesadillas siguieron al bombardeo de Sigüenza en casa de Bernarda. Los niños habían visto desde lejos el rugido de los aviones, las bombas y nubes de humo negro que lo llenaban todo. Estaban solos y se fueron al campanario de la iglesia para ver si desde allí divisaban todavía a las mujeres para gritarles que volvieran a casa. Los hombres llegaron del campo corriendo y les encontraron en la calle. De la mano, con la cara manchada de miedo y llorando...
Al luto y la desgarradora pena por los que habían muerto, se sumó el llanto de la pequeña Alicia cuando la separaban de su madre, o alguien apagaba la luz. Juanito... Juanito sin embargo se estaba convirtiendo en un hombre, entre lágrimas y miedo, pero capaz de matar a quien volviera hacer daño a su familia. Y eso asustaba porque se le veía en los ojos.
Tenía quince años y la guerra no había hecho nada más que empezar.

El día ocho de octubre Jacinto se acercó a Pelegrina a por leña, ató bien a la yegua parda porque estaba muy nerviosa. Se oían con claridad los cañonazos...

-Me marcho a Sigüenza –le dijo Zacarías cuando le vio-, quiero que lo sepas
-No creo que debas ir.
-¿Oyes?... ¿Lo oyes, Jacinto? Están cañoneando la catedral, me han avisado hace un rato...
-¿La catedral? ¡No me jodas! ¿Quién?
-Los nacionales, o rebeldes, o las tropas de Franco porque son los mismos.
-¿Pero por qué? Zacarías, tío, que yo ya no entiendo nada...
-Y lo peor es que hay más de setecientos civiles dentro, mujeres y niños casi todos.
Jacinto lanzó el hacha para cortar leña lo más lejos que pudo. Se sentó en una piedra mientras gruesas lágrimas resbalaban por su cara sin afeitar. Su amigo encendió un cigarrillo y se lo pasó.
-Harán lo que sea por tomar Sigüenza y los otros por no rendirse –decía Zacarías acuclillado a su lado-, los milicianos que quedaban se han refugiado en la catedral... hasta que traigan refuerzos, el ejército imagino.     
-¿Los van a matar a todos? –le preguntó con la voz achicada de terror.
-Cuida de mi familia, Jacinto –le pidió apretando su hombro-.Volveré en cuanto pueda.

1 comentario:

María Narro dijo...

la segunda parte del capítulo la escribí despacio. Tenía toda la información. Iba a doler.
No fue difícil de escribir porque lo veía como una película.
Fue difícil de leer, pero había que contarlo.

El puto cordero... no sería yo si no intentara equilibrar lo que escribo.