Silencios contados a media voz. Sonrisas
quietas en labios mudos. La historia de una vida y de las vidas que acompañaron
a ésta. La historia de mis gentes, de nuestras gentes, de una guerra entre
hermanos. Historias de la historia trazadas con una pluma ágil, costumbrista,
tan experimentada y precisa como lo es la de los mejores narradores
contemporáneos. Todo eso y más es, Las palabras del viento, de María Narro. Una
obra que, sin lugar a dudas, se merece un puesto destacado en nuestra narrativa
contemporánea. Una historia que te arrancará sonrisas, lágrimas y admiración,
como suele hacerlo un trabajo preciso y lleno de magia”
Antonia J
Corrales. Escritora y Correctora
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Fue un amago de Guernica, lo has hecho de maravilla. Con esa sensibilidad
que roza el dolor sin perder la sonrisa. Sigüenza se merece un sitio en la
historia que le corresponde.
Y tú la has colocado donde se
merece...
Almudena (Madrid)

La novela...

La novela...
(cada capítulo lleva nombre de mujer)

14 sept 2015

Bernarda Alba (13-I)


Jacinto olvidándose de coger leña montó de un salto en la yegua parda y corrió como alma que lleva el diablo hacia su casa. Se oían los cañonazos de Sigüenza. De dos en dos subió las escaleras que conducían a la cámara esquivando el terror de su familia. Aún se acordaba, lo hizo durante años cuando era niño. Entre telarañas vio el viejo baúl de madera. Lo abrió con prisa. Allí estaba... la cogió y salió corriendo hacia la plaza.
Cuando Bernarda oyó la trompetilla del pregonero no la supo distinguir entre aquel ruido, olor y pánico a guerra. Los animales estaban demasiado nerviosos, y su hermana, Fernanda, Juanito, la niña y ella escondidos en la cuadra junto a ellos. Al ver a su marido corriendo de aquella forma se había asustado más si cabe, pero nunca supuso que iba a echar un pregón. La trompetilla seguía sonando con insistencia. Nadie acudía al reclamo para escucharle, los cañonazos y el humo que salían de Sigüenza habían paralizado a todo un pueblo. El miedo a morir sin saber por qué llenaba las calles desiertas. Pero Jacinto seguía tocando, cada vez más fuerte....

-Voy a ver qué pasa antes de que me lo maten –dijo Bernarda saliendo de debajo del pesebre-, cuida de todos y que no se mueva nadie de aquí –le pidió a su hermana que abrazaba a la pequeña Alicia para que dejara de llorar.
 
Según iba llegando a la plaza vio al Satur que también se acercaba, a Samuel el argentino en una esquina, y hasta a don Perico, el maestro republicano. Después llegó la mujer del cartero con un niño en brazos que no soltaba un biberón vacío y otro agarrado de una mano como si le fuera la vida en ello; luego vio a su marido junto al señor alcalde...

-Vamos hacer un refugio y necesito la ayuda de todos –dijo Jacinto-, yo pongo la tierra.
-¿Una nave para refugiarnos? –preguntó el alcalde ante lo que le parecía insulso.
-No, un refugio bajo tierra para huir de las bombas.
-¿Y eso por qué, listo? –preguntó alguien.
-Porque todos tenemos miedo, seamos de derechas o de izquierdas, estemos con la República o no una bomba te mata igual...
-Sí claro, un refugio porque lo dice uno de derechas y sólo para los ricos.
-¡He dicho que el refugio será para todos! –le cortó de mala forma Jacinto-. Y el que quiera discutir de política discute fuera... y el que se quiera matar se mata fuera.
-¡Hacedle caso por Dios, que todos tenemos hijos! –dijo la mujer del cartero.
-¿Qué está pasando en Sigüenza, Jacinto? –preguntó don Perico
-Sigüenza está casi en ruinas por el bombardeo del otro día... y ahora... –contestó mordiéndose los labios-, me han dicho hace un rato que los rebeldes o las tropas de Franco han sitiado la catedral, están disparando sus cañones contra ella... y dentro hay más de setecientos civiles... mujeres y niños casi todos.
-Quien pueda manejar una pala que me siga –gritó Bernarda rompiendo a llorar.

Al final no hubo que cavar ni usar ninguna tierra de Jacinto, con los ánimos más sosegados, aunque con más miedo que nunca decidieron adecentar una enorme bodega que la familia de la señora Angustias tenía en la entrada del pueblo, junto a una pared de rocas. Era mucho más fácil y rápido. También se había hablado de una de las muchas cuevas escondidas entre las montañas, pero echarse todo un pueblo al monte era abandonar trabajos, el campo, los niños la escuela. Desquiciados ante la matanza de Sigüenza estaban todos, ahora con el asedio a la catedral empezaban a comprender que muy pocos sobrevivirían a la crueldad de una guerra, pero don Perico aún podía pensar sin miedo.
Tenía una fe ciega en la República, ni por un momento dudó que la paz volvería por la vía del conocimiento y la cultura... sólo hay que mitigar el alzamiento, aplacar a los rebeldes. “Éste no vio a los borregos hijos de puta que conducían los aviones el día del bombardeo”, decía Bernarda.

De él fue la idea de la bodega hasta que se silenciaran los vientos de guerra...
Dos días les llevó construir una escalinata de piedra para acceder a la abandonada bodega, surtirla de más de veinte camastros de paja, multitud de mantas viejas y docenas de pellejos de piel de cordero para abrigarse. La comida tampoco les faltó, ni una buena provisión de agua ni de velas.

El martes trece de octubre cuando el cañoneo y fuego de fusilería volvieron a  escucharse en Sigüenza, y su humo lo cubrió todo de terror, casi todas las familias del pueblo corrieron al refugio. Don Perico llevaba algunos libros para entretener a los niños y un buen candil para él solo, y Jacinto... Jacinto no estaba. Había corrido como los demás, pero en dirección contraria.
Dentro del refugio y después de acomodar a Juanito en un camastro lejos de Sergio, el hijo de la señora Angustias, Bernarda, toda vestida de luto, no dejaba de mirar hacia la puerta con su hija en brazos. Los últimos días volvían a convertir todo en pesadilla, desde el jueves ocho que había comenzado el asedio a la catedral, Jacinto iba todos los días a Pelegrina, a por leña. Pero nunca traía...

La puerta del refugio se abrió y Bernarda se puso de pie mientras veía bajar por las escaleras a Encarna, la mujer de Zacarías, con dos niños de la mano. Quizás iba a decir algo, protestar seguramente, pero se contuvo al ver a Jacinto ayudar a dos ancianos muertos de miedo entrar en el refugio. Dejó a la niña en el suelo y corrió a ayudar a su marido. Eran los padres de Zacarías, temblaban tanto que apenas podían andar. Los acomodaron y subieron a descargar el carro de provisiones que traían.

-¿Cómo se te ocurre traerlos estando mi hermana aquí, Jacinto? –preguntó Bernarda retirando la lona del carro.
-Tu hermana ya es mayorcita y aquello fueron chiquilladas –contestó encendiendo un cigarro- . Bernarda... los dos hijos de ese matrimonio están en Sigüenza..
-No digas tonterías.
-Gerardo se unió a las milicias la semana pasada y ahora está dentro de la catedral
-¿Y el Zacarías? –preguntó la mujer olvidándose de las provisiones.
-Se fue allí cuando comenzó el asedio... me pidió que cuidara de su familia.
-¡Joder! Venga, vale, no te preocupes que el refugio es mú grande –cogió el cigarro de su marido para darle una calada-. ¿Y no se sabe de él?
-No, de Zacarías no... lo tiene que estar pasando muy mal si aún está vivo... porque algunos, muy pocos, que han logrado escapar de la catedral dicen que van a morir los setecientos civiles... si no los mata un derrumbe morirán de hambre... llevan allí seis días sin nada que comer.
 
A veces, muy pocas veces, a Bernarda la enseñaron que sólo se podía rezar.
Cuando volvieron al refugio cargados de provisiones y hubieron cerrado la puerta huyendo del espanto de los cañones y de las negras sorpresas del cielo, vieron a todos los niños sentados en el suelo, sobre trozos de sacos, rodeando al maestro que leía alumbrado por un candil. Entre sus manos sostenía un libro de Julio Verne. La vuelta al mundo en cuarenta y cinco días, leyó Bernarda. Los números aún se la resistían.
Sólo los niños rodeaban a don Perico, pero le escuchaban todos...

<<...dicho esto, Phileas Fogg se levantó, tomó su sombrero con la mano izquierda, lo colocó en su cabeza mediante  un movimiento automático, y desapareció sin decir palabra.
Picaporte oyó  por primera vez el ruido de la puerta que se cerraba; era su nuevo amo que salía... >>

Bernarda buscó con la mirada a la pequeña Alicia, no la vio hasta que se fijó en los niños que habían entrado con Encarna.

-Estaba llorando hasta que la cogió mi hijo Álvaro y se la llevó con los otros niños –le dijo ésta arrimándose a ella-. Muchas gracias, Bernarda... muchas gracias por haber mandado a tu marido a buscarnos.

Don Perico siguió leyendo un rato más y luego se puso a jugar con los más pequeños a la gallinita ciega. Los niños reían entusiasmados al ver al señor maestro con los ojos tapados por un pañuelo intentando cogerlos.
Aquellas risas inocentes
suavizaron el terror de los mayores cuando llegó la noche. Una noche que escribía la oscuridad con la sangre de todos.

Al día siguiente, mientras Fernanda ayudaba a dar el desayuno a los trillizos del argentino, saliendo de su letargo tras la muerte de su hermana y los niños del hospicio, llamaron con insistencia a la puerta del refugio. Los hombres se habían ido a trabajar y allí sólo quedaban mujeres, niños y ancianos; hasta el maestro se había ido a arreglar su huerta. Volvieron a llamar. El silencio y el miedo se hicieron de plomo en la enorme bodega.

-Soy Tomás... el cabrero.

Bernarda subió las escaleras corriendo y abrió la puerta. Retrocedió ante la sangre que manaba de su cabeza y el horror que gritaban sus ojos, pero le sujetó antes de que cayera al suelo. Entre dos mujeres le bajaron al refugio. Le tumbaron en un camastro y Fernanda limpió sus heridas. No había llegado a perder el conocimiento y entre el llanto comido por la pena supieron que habían ido a reclutar a su hijo, no le encontraron porque estaba en el monte con las cabras... y la emprendieron a golpes contra él después de violar a su hija mayor delante de sus hermanas.

-Estaban borrachos... estaban borrachos los hijos de puta porque no llegan los refuerzos a Sigüenza –gritó empezando a vomitar.

Encarna había comenzado a jugar con los chiquillos al corro obligándoles a cantar alto para no escuchar, pero casi todos cantaban llorando.

1 comentario:

María Narro dijo...

Berenjenal.- dícese del terreno para plantar berenjenas.
NO.
Berenjenal.- dícese de los líos en los que se mete María narro cuando está sola.
pero el resultado fue un capítulo tan emocionante como crudamente bello y fuerte... que mereció la pena exprimirme.