Silencios contados a media voz. Sonrisas
quietas en labios mudos. La historia de una vida y de las vidas que acompañaron
a ésta. La historia de mis gentes, de nuestras gentes, de una guerra entre
hermanos. Historias de la historia trazadas con una pluma ágil, costumbrista,
tan experimentada y precisa como lo es la de los mejores narradores
contemporáneos. Todo eso y más es, Las palabras del viento, de María Narro. Una
obra que, sin lugar a dudas, se merece un puesto destacado en nuestra narrativa
contemporánea. Una historia que te arrancará sonrisas, lágrimas y admiración,
como suele hacerlo un trabajo preciso y lleno de magia”
Antonia J
Corrales. Escritora y Correctora
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Fue un amago de Guernica, lo has hecho de maravilla. Con esa sensibilidad
que roza el dolor sin perder la sonrisa. Sigüenza se merece un sitio en la
historia que le corresponde.
Y tú la has colocado donde se
merece...
Almudena (Madrid)

La novela...

La novela...
(cada capítulo lleva nombre de mujer)

21 sept 2015

Bernarda Alba (5 -I)


España ha dejado de ser católica....

El Sol, 14 de octubre de 1931

-La situación del país se hace insostenible, Bernarda –le decía Jacinto a su mujer mientras ésta amamantaba a la niña-, ¡qué poco me gusta este Manuel Azaña! Desde que nos quitan las tierras y se mira mal a los pobres curas... ¿Y el Rey? ¿Qué han hecho con el Rey? ¡Tanta República, tantos pájaros en la cabeza! Eso no pué ser bueno... parece que todo se ha vuelto del revés. Fíjate tú que cuando he subido a Sigüenza me encuentro al Cosme, ese cura tan joven que acaba de llegar al pueblo, y me enseña el periódico casi llorando. Dice que tienen reunión casi todos los días con el obispo porque no saben cómo afrontar esta nueva moda de ateísmo...
-¿Quién es la niña más guapa? –preguntaba la dichosa mamá a su pequeña Alicia limpiando su carita.

Bernarda y Jacinto se habían casado hacía cinco años. El joven pregonero de Pelegrina y su hermano Juanito habían recibido una de las mayores herencias del condado de manos de su tío Ramón, el amo de varios pueblos de la comarca. Jacinto instaló en uno de esos pueblos su casa, a su joven esposa y a su hermano pequeño pues ambos eran huérfanos. Pasaban los años bañados en políticas lejanas. Las salpicaban los periódicos o la radio de Sigüenza y eran de su propio país, pero aquello no iba con ellos... hasta que les expropiaron parte de su herencia. Entonces sí, entonces sí se iba armar una gorda porque aquello no iba a quedar así...
Por su parte Bernarda vivía su maternidad con la plena felicidad de quien ha esperado cuatro largos años para quedarse embarazada. Aunque había cuidado a Juanito desde que tenía cinco años, la pequeña Alicia salida de su vientre lo había convertido todo en alegría. También las pamplinas de los periódicos que no entendía ni sabía leer.

Fue durante la Semana Santa del 32, después de que en mayo del año anterior se quemaran casi una docena de iglesias y conventos en Madrid, que empezó a sentir miedo y a prestar atención a las explicaciones de su marido.
Caminaba y oraba cerca del Cristo crucificado en la procesión del jueves santo. La niña ya se andaba e iba agarrada a una punta de su delantal, Juanito iba con ellas. Aquel año había menos gente en la procesión; no entendía por qué no estaba allí la Felisa y su marido Antonio, o don Perico, el maestro. Pero aparte de notar algunas ausencias Bernarda cantaba y oraba, como todos, como lo había hecho toda la vida:

<<Señor ten piedad, Cristo ten piedad...!>>

-¡Cabrones! ¡Qué se mueran los curas! –gritó alguien a la vez que una piedra rompía parte de la cruz del Cristo.
 
Seguían tirando piedras no se sabía muy bien desde dónde. La gente gritaba y corría protegiendo sus cabezas. Bernarda cogió una piedra dispuesta a defender al Cristo, pero el joven párroco la ordenó que cogiera a los niños y corriera a casa. La pequeña lloraba sin consuelo sentada en el suelo al ver a todos chillar y correr, y Juanito... Juanito, a sus once años, aprendió a defender lo que había hecho toda la vida, como su cuñada Bernarda.

Cerca del verano, una mañana de alegre sol que hacía olvidar los desajustes que últimamente había en el pueblo, apareció por su casa el maestro llevando al niño agarrado de una oreja:

-Cuenta lo que has hecho –le dijo cuando vio a Bernarda mirándole intrigada.
-Nada... ¡Ay! –se quejó cuando sintió a don Perico tirándole de la oreja.
-Se lo cuentas tú o se lo cuento yo...
-Que le he empujaó... nada... ¡Ay! –se quejó de nuevo.
-¡Por Dios y por la Virgen que lo cuente alguien antes de quel niño me se quede sin oreja! –dijo Bernarda casi en jarras.
-Tu cuñado le ha partido la nariz al hijo de doña Angustias –le dijo el maestro tirando al niño más fuerte de la oreja.
-¡Ay! ¡Ay...!
-¿De la Angustias? –preguntó Bernarda llevándose las manos a la cabeza-, ¡y usted suelte la oreja del crío o también se la parte!
-Sólo le he empujaó, lo que pasa es que el Sergio es un debilucho –dijo Juanito protegiéndose detrás de su cuñada cuando don Perico le soltó.
-Bernarda, escucha y corrige al niño si no queréis llevaros un buen disgusto –dijo muy serio el maestro-, desde Madrid han venido normas, a partir de ahora no se estudiará la asignatura de religión en los colegios... no me mires así Bernarda, para eso están las iglesias...
-No he dicho ni , señor maestro –le replicó esta cogiendo en brazos a la niña que se había acercado a ellos.
-Ayer guardé un crucifijo que presidía el colegio ya que no me parece el lugar adecuado para tenerlo –continuaba contando el maestro ante la atenta mirada de Bernarda y los dos niños –, y esta mañana me he encontrado a Juanito pegando a Sergio y llamándole ladrón de crucifijos...
-¡Pero es que Sergio piensa como usted, es como usted! Y nosotros no somos así ni mi hermano tampoco –le gritó Juanito ante el asombro de Bernarda.
-¿Y que soy yo, muchacho? –le preguntó un don Perico totalmente sereno y respirando paz.
-¡Un republicano! Nada bueno para éste país –concluyó el niño repitiendo las mismas palabras que le había oído tantas veces a  su hermano.

El día de Navidad de aquel mismo año Micaela, la hermana de Bernarda, hablaba de sus dos hijas de leche, Pilar y Fernanda. No se había casado, después de conocer a Zacarías y saberle ya comprometido ningún otro hombre le interesó, por eso sus hijas de leche eran su familia. La noche anterior había cenado con ellas en el hospicio de Sigüenza, donde ambas vivían y trabajaban desde que habían muerto sus padres. Una nochebuena rodeada de tanta gente necesitada de amor era demasiado bonito para ser verdad...

La Virgen Santa, Micaela! Tú te me vuelves monja como esas dos –dijo Bernarda entre risas.
-¡Qué no son monjas, carajo! –le contestó su hermana dejando la taza de café sobre la mesa y conteniendo la risa-. Pilar ayuda a los pobres y a los niños abandonados del hospicio como enfermera o celadora... ¡Qué sé yo! Y Fernanda trabaja en la fábrica de calzado que hay allí. Pero lo mejor de anoche fue conocer a la niña Lucía.
-¿La niña Lucía? –preguntó Bernarda sirviéndola más café.
-Es una niña de un año con la que se han encariñado mis hijas, es preciosa –decía Micaela llevándose a la boca una pasta de avena-. ¡Hum...! ¡Esto está buenísimo!... como te decía.... a la niña la abandonaron cuando tenía un mes y la ha criado casi mi Pilar, y las chicas están esperando a que la nodriza acabe de amamantarla para que yo me la lleve a casa y le dé una familia...
-Pero si tú no estás casada –dijo Jacinto mostrando un interés repentino por la conversación.
-Me la llevaría sólo por temporadas, a no ser que vosotros... –le contestó empezando a mirar con ojos suplicantes a su hermana.
-¡Ah... no! ¡No, Micaela! ¡So, hermana, que te veo venir!- zanjó el tema Bernarda llevando las tazas del café a la cocina.
 
Aquella Navidad Micaela no consiguió que su hermana y su marido acogieran a la niña Lucía, pero al menos obtuvo la promesa de que cuando llegara el buen tiempo ambos subirían a Sigüenza a conocerla. Bernarda acababa de descubrir que estaba embarazada de nuevo.

Tuvo un  aborto natural a mediados del mes de febrero, un poco antes de que el argentino se instalara en el pueblo y comenzaran los cuchicheos: <<¡Qué alto, qué guapo y qué rubio es! ¿De dónde ha salido? ¡Tiene manos de mujer y no de campo! ¡A ese... a ese le mandaba yo cuatro días con las cabras y sin un mendrugo de pan pa que espabilara!>>

Se llamaba Samuel Salgado, llegó al pueblo con las llaves de la casa del tío Benjamín muerto hacía años y eso había inquietado a todos. Dijo que se la había comprado a un pariente en Madrid y ahora era suya.
Todas las mozas casaderas del pueblo estaban encantadas porque se disponía a vivir allí, hasta Bernarda olvidándose del aborto había ido con la mula a Pelegrina para traer a su hermana.

-Y no habla de politiqueode -le dijo a ésta.
-Porque no sabrá español -le contestó la otra.

1 comentario:

María Narro dijo...

para adentrarme en la España de la pre-guerra civil aparte de ver muchos documentales, me dejé llevar por Josefina Aldecoa.
Las salidas y ocurrencias de Bernarda son un punto y aparte. Y la sonrisa de la autora.