Silencios contados a media voz. Sonrisas
quietas en labios mudos. La historia de una vida y de las vidas que acompañaron
a ésta. La historia de mis gentes, de nuestras gentes, de una guerra entre
hermanos. Historias de la historia trazadas con una pluma ágil, costumbrista,
tan experimentada y precisa como lo es la de los mejores narradores
contemporáneos. Todo eso y más es, Las palabras del viento, de María Narro. Una
obra que, sin lugar a dudas, se merece un puesto destacado en nuestra narrativa
contemporánea. Una historia que te arrancará sonrisas, lágrimas y admiración,
como suele hacerlo un trabajo preciso y lleno de magia”
Antonia J
Corrales. Escritora y Correctora
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Fue un amago de Guernica, lo has hecho de maravilla. Con esa sensibilidad
que roza el dolor sin perder la sonrisa. Sigüenza se merece un sitio en la
historia que le corresponde.
Y tú la has colocado donde se
merece...
Almudena (Madrid)

La novela...

La novela...
(cada capítulo lleva nombre de mujer)

27 sept 2015

Mercedes (1 -III)


El señor cura decidió que Tomás, el hermano de Anita, fuera San José, a Morse le convirtió en pastor y, aunque me negué a cantar Noche de Paz, no pude hacerlo a ser la Virgen María. Sólo si yo hacía de Virgen el nieto de la señora Felisa sería el niño Jesús.
Durante la representación de aquella postal navideña, me dejé embelesar por el bebé que había en mi regazo y la calidez de los ojos de un pastor. No había nadie más. Si acaso una estrella que ocultaba a la gente del pueblo que abarrotaba los bancos de la iglesia; también ocultaba a mi abuela, pero no a su voz. Decía que el José se arrimaba mucho a la María. Unos reían, don Cosme entonces decía que no hacía falta que San José pasara el brazo por los hombros de la Virgen, y yo miraba a aquel niño que sostenía entre los brazos mientras sentía los ojos de Morse traspasándome el alma.

La Navidad del 65 la tuve durante años guardada en un estante especial, como las poesías que empecé a escribir en aquel tiempo. Dentro de mí ocurrían tantas cosas extrañas que necesitaba escribirlas para entenderlas. Pero ni aun así las entendía.
Fue doña Asunción la que me animó a escribir después de que un día imitara torpemente a Bécquer...
 
Pasarán las alegres golondrinas
con tus ojos azules las verás
y otra vez con el ala a tu ventana
jugando llamarán.
Pero aquellas que el viento contemplaba
en nuestro lugar secreto nada más
aquellas que escucharon las palabras
ésas... ¡no pasarán!

-¿Y esto, Mercedes? -preguntó en clase cuando, antes de las vacaciones, revisaba la ortografía de mi redacción sobre el invierno.

¡Se me había olvidado borrar la poesía!

Buah! ¿eso? Nada... -contesté algo apurada a la vez que terminaba de borrar el encerado y volvía junto a su mesa.
-¿Lo has escrito tú? -volvió a preguntar.

Me agaché a coger un papel del suelo.

-Sí, pero era sólo... un juego, sí, nada más -dije mientras me subía los calcetines.
-¿Un juego?... Eso es, a ver escúchame, y estate quieta de una vez que me estás poniendo nerviosa. Quiero que cada día juegues un rato a escribir poesía.
-¿Jugar a escribir poesía? -pregunté subiéndome las mangas demasiado grandes de la chaqueta gris.
-Sólo si te apetece, me conformo con que me resuelvas las divisiones que te he puesto para estos días y que leas el capítulo tercero de El Quijote -contestó devolviéndome la libreta.

Esa misma noche después de haber cerrado las gallinas, mientras calentaba agua para la bolsa de la abuela y la mía, pensé que sería divertido aprender ese juego. Antes de apagar la bombilla puse en la hoja final de la libreta: poesías, y lo subrayé.
Pasé varios días ansiando inventar versos, pero aquello no era tan fácil. Probé a hacer rimas asonantes y consonantes, como dijo un día la señora maestra, pero de tan absurdas que eran me parecían ridículas, hasta escribí algo sobre una tía que comía sandía subida en una silla...

-No creo que escribir poesía sea lo mío -le dije un día a Morse después de terminar el ensayo para el belén viviente.
-Tiene que ser difícil -me contestó-, ya ves tú la de canas que tiene el Gustavo Antonio Bécquer, y eso es sin duda porque pensó mucho, pero de una cosa estoy seguro, y es que si doña Asunción te propuso el juego es porque se dio cuenta de lo bello de tu alma. De tu sensibilidad, Merche.

Y fueron sus palabras, su fe en mí, las que empujaron a mi corazón a hablar sobre el papel. Me olvidé de reglas, de rimas, de todo lo que no fuera apresar sentimientos. De entenderlos ya se encargaría el tiempo.

El silencio del amor
es el sigilo del beso callado
la calma de la mirada deseada,
el grito de un sueño robado.

Cuando después de la fiesta de Reyes volvimos a casa de la maestra y le enseñé las poesías o versos encadenados que había escrito, me miró sin decir nada y dejó mi libreta sobre la mesa. Se había quedado muy seria. Tomó de nuevo el pequeño cuaderno y leyó en voz alta: 

La ira de los sueños
enmudece cada atardecer,
se esconde entre lamentos
en la oscuridad de un no saber.

No saber que nuestra pena
se oscureció en el ayer,
mas aún sostiene un mañana
hecho sólo para querer.

-¿Quién ha escrito esto, Mercedes?
-Yo -contesté bastante avergonzada. Toda la clase guardaba silencio.
-¿Cuántos años tienes? -volvió a preguntar doña Asunción aún más seria.
-Trece -dije mirando al suelo.

La maestra me devolvió la libreta y abandonó la clase.
Me acerqué a Morse con el miedo reflejado en la cara.

-Te lo dije, escribir poesía no es lo mío. ¡Ya la he liado!
-Pues sonaba bien..., pero ¿en qué pensabas para escribir eso?
-No te lo vas a creer, Morse, pero la que ha leído en voz alta habla de la mala leche que se me pone cuando me despierta mi abuela y estoy soñando algo bonito, y que el cabreo se me pasa cuando voy a cerrar las gallinas que es cuando se pone el sol. Luego habla de la guerra que no sé nada y de que un día se olvidará...
-¡La has cagaó! -me dijo llevándose las manos a la cabeza-. Mi padre dijo que no se puede hablar de la guerra e imagino que si escribes sobre ella te meterán en el calabozo. Seguro que doña Asunción ha ido a dar parte a la pareja -Morse seguía hablando sin reparar en mi palidez-. Hemos de salir de aquí, Merche.

-¡Mercedes! -en ese momento apareció la señora maestra que se acercó corriendo a mí y me condujo a una silla.- ¿Qué ha pasado? -preguntó después de darme agua.
-Fue sin querer... yo no sabía... no avise usted a la Bienemérita... déjeme escapar... -logré suplicarle.

-¿Pero qué tonterías estás diciendo, niña de mi alma? ¿De qué hablas?
-Creo que es culpa mía, doña Asunción -dijo Morse-. Le conté que no se puede hablar de la guerra.
-Ah, bueno eso. Tranquilos que en mi casa no ha entrado nunca la censura, ni entrará. Mercedes, confía en mí ¿vale? Sólo he ido a hablar con mi tío para que empiece a buscarte plaza en Sigüenza, él se va para allí ahora a concelebrar una misa en la catedral. Quiero que estudies con las Ursulinas y que sigas escribiendo
-Mi abuela no me deja -dije terriblemente aliviada
-De tu abuela me encargo yo.

Pero mi abuela siguió en sus trece, al menos hasta que pudo.

1 comentario:

María Narro dijo...

La poesía... mis años en el colegio fueron muy difíciles e inventarme los de Merche fue precioso.
En mi interior siempre seré un guardia civil, me viene de familia.
No hay error en la 'BIENEMERITA' ni en Gustavo Antonio... son niños los que hablan.