Silencios contados a media voz. Sonrisas
quietas en labios mudos. La historia de una vida y de las vidas que acompañaron
a ésta. La historia de mis gentes, de nuestras gentes, de una guerra entre
hermanos. Historias de la historia trazadas con una pluma ágil, costumbrista,
tan experimentada y precisa como lo es la de los mejores narradores
contemporáneos. Todo eso y más es, Las palabras del viento, de María Narro. Una
obra que, sin lugar a dudas, se merece un puesto destacado en nuestra narrativa
contemporánea. Una historia que te arrancará sonrisas, lágrimas y admiración,
como suele hacerlo un trabajo preciso y lleno de magia”
Antonia J
Corrales. Escritora y Correctora
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Fue un amago de Guernica, lo has hecho de maravilla. Con esa sensibilidad
que roza el dolor sin perder la sonrisa. Sigüenza se merece un sitio en la
historia que le corresponde.
Y tú la has colocado donde se
merece...
Almudena (Madrid)

La novela...

La novela...
(cada capítulo lleva nombre de mujer)

29 sept 2015

Mercedes, capítulo Primero.


Apenas logro recordar a mi hermana Isabel.
Cuando era pequeña y miraba su fotografía, me sentía rara al verme multiplicada. Era igual que yo, aunque la abuela dijera que era yo la que era idéntica a ella, y luego siguiera con su solitaria arenga llamándome burro que siempre va delante para que no se espante... Yo corría huyendo de su mal humor, y cuando no me veía la miraba en silencio preguntando hacia dentro por qué ya no me quería.
Sabía que me había querido hasta aquella tarde en la que colocaron el ataúd blanco cerca de la pila donde nos habían bautizado. Luego, todo el cariño abandonó a la abuela dejándola postrada en un mundo que consideraba insultante la alegría de los demás. Pero eso lo sé ahora, entonces me sentía culpable por haber perdido su amor.
Y llena de pueriles reproches, junto al espíritu de la melliza muerta que no recordaba,  fui tropezando por eso que llaman infancia.

Viví en casa de la abuela Bernarda hasta que tuve trece años. Mis padres se habían separado al poco de morir mi hermana; Alicia, mi madre, un día agarró la maleta y subió en la furgoneta del panadero hasta Sigüenza. Se fue a Madrid en el tren de las doce, el del olvido. Dijo que la vida no había acabado para ella y que era el momento de destapar sueños. Y quizá de tapar que aún le quedaba una hija.

-Era mu joven cuando murió Isabel, vinticinco años tenía namás. Tu madre ha sufrido desde que nació, Merche -la abuela sólo me llamaba así cuando atravesaba el pasado todavía sangrante-, nunca podrás imaginar lo que fue vivir en la guerra y los años  que la siguieron, ni siquiera pudo ser mi niñita en aquel infierno de bombas, sangre y miedo... -hablaba y suspiraba despacio mientras miraba sus manos gastadas-. Irse a la capital buscando futuro es lo que debía de hacer... tu madre, mi pobre Alicia... -y de repente levantó los ojos, su voz había dejado de sangrar cuando volvió a hablar-. No como el gitano que tiene la mismita cabeza que el borracho del... ¡No me mires asín, hostias!, eres igual que él y acabarás perdiéndote por el mal camino.
-¿El mal camino, abuela? ¿Acaso hay uno bueno y otro malo? -preguntaba yo con miedo de seguir haciendo todo mal.
-¡Cállate, bicho malo! -gritaba mirándome con cara de asco- y nunca dudes de mis palabras. Anda, vete a tu cuarto y reza -continuaba diciendo mientras intentaba aplacar los demonios que llevaba en su interior- pídele al Señor que te enseñe el buen camino y a tu hermana que sea tu guía, y recuerda a esos santos muertos que se llevó la guerra que nos dejó sin techo.

Y en la soledad de mi oscura habitación rezaba sin entender, y sin que nadie me contestara.

Una amenazadora mañana de nieve cuando iba a casa de doña Asunción, se levantó un furioso vendaval que me arrancó el gorro de lana azul. Empecé a correr tras él olvidando a mi abuela que me acompañaba. Aquel gorro era lo único que me quedaba de papá. Tuve que cruzar el puente aun viniendo ya el coche de línea por el camino, y aunque oía a la abuela gritar que volviera a su lado, nada me importaba tanto como recuperar aquel trozo de mi padre.
Por fin el gorro se detuvo en la fachada de la tienda; mientras me lo volvía a colocar veía mi reflejo en su ventana. Las apretadas trenzas rojas se hallaban al lado de un escuadrón verde, unas tortas de maíz, un paquete de arroz, el camino... ¡Un camino!

La abuela gritó de nuevo: ¡María de las Mercedes!, y aunque di un respingo, pegué con estupor mis ojos al cristal de la ventana.
El camino era un libro de Miguel Delibes.
¿Sería el bueno o el malo?
Seguro que aquel Miguel era tan sabio como el Señor, mi abuela, y todos los santos muertos, ya que se atrevía a escribir sobre un camino sin necesidad de apostillar si era lo uno o lo otro...
Alguien que me hacía daño al tirarme de una trenza a la vez que me llamaba desobediente, impidió que siguiera merodeando por mis adentros. La señora Angustias agarró con fuerza mi mano, cruzamos el puente, pasamos por delante del destartalado autocar que arrojaba negras bocanadas de humo, y me dejó al lado de mi abuela mientras mascullaba entre dientes: “Vaya carga que la caído a la Bernarda”. Y la abuela sin molestarse en abrir la boca, me cogió de una oreja y reemprendimos el sendero que llevaba a casa de la maestra.

-Me hace daño...
-Te aguantas. Eres mi perdición. No escuchas a nadie igual que tu padre.

¡Ya salió!
Lo tenía claro, había comenzado mi andadura por el mal camino. Y ya que ni Dios, ni mi hermana, ni todos los santos muertos contestaban a mis oraciones, tuve que comprarme el libro de aquel Miguel. Costó quince pesetas. Rompí la hucha, los ahorros, y los planes de escapar del pueblo como Alicia, mi madre. Pero estaba segura de que entre aquellas páginas encontraría la diferencia entre el buen camino y el malo.
El camino de Miguel Delibes fue el primer libro que leí cuando corría el invierno de 1962, yo tenía nueve años. Buscaba una respuesta y encontré los recuerdos de Daniel el mochuelo, recuerdos que hice propios y me animaron a soñar, o a lo que era lo mismo por entonces para mí, a leer.

Morse, en realidad se llamaba Javier pero ni él se acordaba, era el hijo del panadero y mi mejor amigo. Tenía dos años más que yo y era muy feo según decía todo el mundo, con su cara repleta de pecas, los ojos demasiado azules, el pelo mal cortado a tazón y las orejas de soplillo, pero yo le veía bonito. Se lo dije una vez y se enfadó, además de ponerse rojo como un tomate, decía que ese adjetivo no existía, pero si yo era bonita, él siendo chico qué iba a ser sino bonito.
Mas aunque se enfadara, para mí era lo más bonito del mundo desde el día en que enterraron a mi hermana; desde aquella tarde en la que caminaba torcida hacia el cementerio y me cogió de la mano.

A Morse le encantaba hablar de su abuelo Samuel, el primer Morse, y yo le escuchaba con devoción.
Decía que había llegado a España en 1933, y que venía huyendo de las garras del Tercer Reich desde Argentina. Mi amigo aseguraba que su abuelo era uno de los mejores radioaficionados del mundo, y que cuando Hitler fue nombrado canciller, los alemanes captaron las ondas de su radio y quisieron reclutarle en sus filas, pero él se negó y le amenazaron. A los pocos días alguien incendió la casa de sus padres y su abuelo supo que tenía que abandonar a los suyos antes de que ocurriera alguna desgracia.

-Sospechando que los alemanes le acosaban -seguía contando Morse- decidió venir aquí porque decía que este pueblo estaba muy escondido, claro que si hubiera adivinado quién sería el aliado de Franco no creo que... Pero bueno, a lo que voy... el caso es que se convirtió en agricultor y ocultó sus dotes de radioaficionado, pasó de la República aunque sus ideas se parecían, y se hizo casi invisible. Enseguida conoció a mi abuela y se enamoró al primer golpe de ojo. ¡Era muy pasional!... -señalaba Morse al verme sonreír-. No volvió a tocar una radio -seguía contando- ni quiso saber nada de ellas, y sin embargo, fue su dominio del  código morse lo que impidió que los fascistas le fusilaran en el penal de Valdenoceda cuando acabó la guerra. Pasaron tanta miseria y hambre en aquel penal que no lo olvidó nunca... <<¿Cuánta hambre puede tener una persona para que sus mejores sueños sean un simple trozo de pan?>> ...les gravó en la frente a sus ocho hijos durante años, por eso creo que todos mis tíos son panaderos –concluía muy serio con un brillo de admiración en la mirada.

Mi amigo sólo pudo aprender el recuerdo de su abuelo, murió un año antes de que él naciera.

-Antes de que acabara la guerra que le cambió, el abuelo Samuel decía que las palabras van sobre el viento -me había dicho una mañana después de salir de misa cuando pensativo miraba los dibujos que, con un palo, hacía sobre la arena en la orilla del río.
-¿Las palabras van sobre el viento? Eso se dirá en Argentina porque la gente del pueblo dice que las palabras se las lleva el viento -le contesté mientras intentaba matar una trucha como había visto hacer a mi abuela, a pedradas.
-La gente de aquí es demasiado ignorante -contestó enfadado.
-Y bruta... -dije a la vez que le perdonaba la vida a la trucha y me sentaba a su lado tapándome con la falda de los domingos hasta los tobillos-, además, seguro que los argentinos son mucho más listos.
-Pero no te lo crees -dijo tirando el palo y poniéndose de pie.
-¡Hombre creer, creer...! -dije sonriendo, pero cambié de opinión al mirarle y darme cuenta que hablaba en serio y estaba realmente enfadado- Claro que sí me lo creo, Morse.

Como no me vio muy convencida me invitó a ir a por el abrigo y acompañarle.
Cogimos su bicicleta, dijo que iríamos a las Hoces del Río Dulce para que lo sintiera con mis propios ojos. Yo sabía que con los ojos no se puede sentir, pero como él era mayor y estaba enfadado no se lo dije.

-¿A dónde has dicho que vamos? -pregunté.
-A lo alto del cañón -contestó a la vez que con un movimiento de cabeza me indicaba que subiera al asiento postizo de la bici.

También sabía yo que eso no me había dicho, pero con otro movimiento de cabeza asentí y abrochándome el abrigo me senté en el asiento.

Se acercaba el invierno y aquella mañana, aunque soleada, era especialmente fría. Morse me dejó sus manoplas de piel de cordero y la bufanda de su padre, pero aún así tuvimos que turnarnos en pedalear para entrar en calor.
Primero tomamos el camino paralelo al río que llevaba al pueblo donde había nacido la abuela, y desde allí, seguimos por un sendero casi oculto por la frondosa vegetación que nos raspaba en la cara en cuanto nos descuidábamos. Tardamos más de dos horas en llegar. Era la primera vez que me alejaba tanto de casa, y mi querido amigo, a quien ya se le había olvidado que estaba enfadado, decía que me fijara bien por donde iba para volver siempre que apretara la tristeza, y que era importante que aprendiera a escuchar al viento porque sus palabras sabían acariciar.

-¿Escuchar al viento?- pregunté con voz enmudecida de frío.

Al llegar arriba del todo dejamos la bicicleta apoyada en un seto, y seguí a Morse hasta una especie de mirador que se formaba en el saliente de una roca.

-Abre bien los brazos y respira despacio -me dijo cuando estuvimos al borde del precipicio.
Me coloqué junto a él y abrí bien los brazos... y los ojos.

-¡Si se ve el mundo entero! – dije olvidándome del frío.

 Miré a Morse y le vi convertido en parte del paisaje...
 

El viento silbaba.
El barranco era inmenso, o el vacío, o el aire.
Me sentía fascinada ante el abrazo de aquellas gigantescas paredes rotas, me sentía muy extraña, demasiado pequeña a la vez que muy grande. Dueña del precipicio del mundo, sirvienta del río de la vida.
El viento soplaba.
Veía el salto del río y notaba como los ojos se me iban llenando de agua. 
Dos águilas volaban haciéndose la corte en círculos debajo de la única nube que habitaba un cielo azul, encima mismo de nuestras cabezas.
El viento rugía.

Morse apretaba mi mano y gritaba con los ojos cerrados:

-Escucha al viento, Merche, escucha al viento.
-No le entiendo -respondía yo comenzando a llorar sin saber por qué.

En el verano del 65 Morse empezó a trabajar.
Su padre le había enseñado a conciencia el código morse, y aquel año, en el que se instaló por primera vez un campamento de boy scout cerca de Barbatona, buscaron a alguien que pudiera enseñarlo y le encontraron a él. Mi amigo estaba encantado y yo espantada.
¿Qué iba hacer dos meses sola?
La abuela casi me escupió cuando le dije que quería ir a un campamento.
 
-¿Y eso qués?-preguntó mientras recogía los huevos que habían puesto las gallinas y espantaba a los pollitos que la seguían con su voz atronadora.
-Una escuela entre chopos...
-¿No hago ya bastante por ti, desgraciá, dejándote ir a casa de la señá maestra?

Por lo que consideré el mejor regalo del mundo que, mi amigo del alma, me hubiera dejado su bicicleta mientras él no estaba.

Algunos días, durante aquellos abrumadores e interminables meses de calor, cuando mi abuela dormía la siesta, iba con Anita a la plaza a jugar a las canicas, otros al río a coger truchas o a bañarnos, y otros jugábamos a escondidos si venía su hermano. Pero me aburría con ellos. No sabían contar historias, ni me gustaba que Tomás siempre quisiera jugar a los médicos conmigo.
Solía ir las Hoces del Río Dulce dos veces por semana, los martes y viernes que era cuando no tenía que ir a lavar al río y era más difícil que notaran mi ausencia, aunque a veces me quedaba sentada bajo las murallas del castillo de Pelegrina por no pedalear más. Aquello también era mágico y misterioso, y a mí me encantaba leer en voz alta al viento.
En voz alta, en silencio, en la mente...
Leía siempre.
En cualquier parte.

1 comentario:

María Narro dijo...

Empezar a escribir una novela es empezar a crear un mundo aparte. Abierto, mágico. Que no sabes dónde te va a llevar. Creas los hilos, te documentas y te dejas llevar.
Porque yo soy la primera sorprendida con cada respuesta de mis personajes...